Raúl Daniel

Soy tu testigo

Soy tu testigo

 

Yo sé lo que hiciste, te vi muy bien,

y no creas que te acuso o te juzgo,

¿cómo podría ser yo justamente tu verdugo?,

todo lo contrario, soy tu testigo.

 

Ella te hizo creer primeramente

que te quería como amigo,

que sus intenciones eran sanas,

que te veía como a un hermano.

 

Pero, realmente, te daba a entender que te atrevieras,

dejaba entreabierta su puerta,

y tú caíste en la trampa sin darte cuenta.

 

Contándote sus desventuras y tristezas,

en tertulias amables, en su cuarto del hospedaje,

entre sonrisas y algunas cervezas.

 

Fue creciendo tu interés por ella

y pensabas siempre en agradarle;

no era fea y su cuerpo deseable,

y comenzaste a hacerle regalos.

 

Al principio, no muy caros,

y ella los agradecía con tanta emoción,

con tanta alegría, que tú repetías

cada vez más frecuentemente esta acción.

 

También las salidas: a cenar o ir al cine,

porque no tenía un televisor,

hasta que le compraste uno

cuando fue su cumpleaños.

 

¡Es que la vida le había hecho tanto daño

y se ponía tan linda su carita

cuando te agradecía los regalos!

 

Varias veces, al rozar su mano;

ella, con timidez y algo ruborizada,

bajaba su cabeza, dándote a entender que le gustaba.

 

Cuando le regalaste el primer celular,

si le cargabas saldo, te enviaba

esos mensajitos cariñosos

que hacían crecer tus esperanzas.

 

El día que se lo robaron ¡lloró tanto!

que al siguiente le compraste uno con cámara,

y fue cuando te dio ese beso en la boca,

espontáneo y fresco que enloqueció tu alma.

 

Desde mi cuarto, por tener mi puerta entreabierta,

presencié la escena,

fue tan tierna, que hasta yo creí

que estaba viendo un romance de novela.

 

Al siguiente domingo le llevaste a pasear en tu moto,

y los vi regresar tarde, dando voces y riendo como locos;

ella abrazaba un enorme oso de peluche,

y el amor se desbordaba en tu rostro.

 

Luego de eso fue que le conseguiste el trabajo,

hablándole de ella a tu jefe,

que la contrató

para hacer los quehaceres de su casa.

 

Él vivía con su madre, ya anciana,

y que necesitaba ayuda y compañía;

entonces se quedaba a dormir algunos días,

pasando tú a verla sólo los fines de semana.

 

Esto hizo crecer tus ansias,

y, para sorprenderla y conquistarla,

con el dinero de un préstamo,

le compraste un anillo de brillantes.

 

¡Esta vez sí que te salió caro el regalo!,

pero pensaste en solucionarlo

haciendo horas extras,

y volvías más tarde de tu trabajo.

 

Pasaron dos meses, y, algunas veces

no venía tampoco el sábado,

aunque te decía, que te extrañaba mucho,

por mensajes en las mañanas.

 

Ayer domingo, te lavabas la cara

en una de las piletas del patio,

y viste cuando ella bajó del auto

en que la había traído el jefe de ambos.

 

Vestía ropa de noche y zapatos rojos,

y se destacaba en su mano

el anillo de brillantes

que tú le habías comprado.

 

Todo era tan evidente,

que evité mirar tu rostro,

ella tambaleaba al caminar,

mostrando que se encontraba tomada.

 

No sé si realmente no te vio,

o solamente te rehuyó

para que no le dijeras nada,

y se encerró en su cuarto a dormir su resaca.

 

Te vi, durante todo el día,

permanecer sentado bajo el mango;

vi, también tus ojos rojos

y tu cuerpo crispado.

 

Al llegar la noche encendió la luz,

para, poco después, pasar al baño;

y tú entraste en su cuarto.

 

A los ruidos todos salimos al patio;

habías arrojado el televisor al piso

y azotado el celular contra la pared;

ella regresó del baño apresurada,

para verte salir, sin siquiera mirarla.

 

¿Qué quieres que te diga vecino?,

así son algunas perras, sólo te usan cuando te precisan,

te sacan todo el provecho que pueden y después ¡te tiran!

 

¿Sabes qué?, ¡yo hubiera hecho lo mismo!