la negra rodriguez

PROLETARIO ll

                           II

 

Brotó del musgo  húmedo abriéndose paso

entre las raíces subterráneas para elevar brazos

 y su mirada de niño asustado a un cielo

que nunca le dio explicación a su pobreza.

Sin saber el por qué un día se lo llevaron

a la gran ciudad a refugiar sus temores en los tugurios;

a contar las horas en la oscuridad  de su cuartito maloliente

a  humedad y a un servicio higiénico compartido

con todos los habitantes de los demás cuartos del tugurio.

Y, mientras sus padres salían al mercado a vender

las legumbres y frutas que ellos no podían consumirlas,

su languidez que florecía anemia se  multiplicaba.

Su miedo a la soledad,  a la oscuridad  de los cuartos sin ventanas

 le hacían ver en las paredes fantasmales figuras

 que proyectaba desde ya, su alma atormentada.

Y esa languidez, ese miedo, esa soledad

crecían a medida que crecía su escuálido cuerpecito.

 Una vez cumplidos los  años  suficientes

y siendo aún niño, tendría que acompañar sus padres

 en las ventas por las calles.

Era pequeño,  pero tenía nostalgia de viejo

que añoraba la tierra fresca, el verde pasto,

el musgo donde  se hundía entre los dientes de león;

el olor de las retamas y del eucalipto;

ver desde lo alto de una cumbre el ande verdeazulado

que se confundía entre las nubes;

la neblina y ese friecito que le penetraba  por la nariz

y que le hacia sentirse parte del  aire, parte del ande;

el pajonal de las laderas por las que rodaba

 hasta llegar a la orilla del río

en la que corría y corría persiguiendo los rayos del sol

y trepaba sobre los árboles  al descubrir

 que el capulí o un manzano  ya tenían frutos.

Esos frutos que ahora solo podían ser devorados

por quienes podían comprarlos y no él

que tenía que venderlos para sobrevivir.

¡Injusticias y desigualdades de una sociedad

que castiga a los pobres por el hecho de ser pobres!

Cuando creció le quedaron dos  disyuntivas:

 ir por el camino más fácil que a la vez era el más difícil

o convertirse en un hombre honrado

Y salir  a seguir vendiendo en las calles, en los  buses

Y  esperar días mejores que nunca llegarían.

Por eso una parte de él, tomo el primer camino

y terminó sus días en una presidio  esperando

una  justicia que nunca llega y es condenado  quien roba un pan,

 Y, homenajeado por su habilidad para los negocios

 quien se queda con  la plusvalía de  sus trabajadores.

Su otra parte, tomó el camino del  esfuerzo diario

 de trajinar y trajinar moliendo sus fuerzas

para que se enriquezcan otros o simplemente

para sobrevivir  gastando calles con su trabajo

de vendedor perseguido por quienes no desean

que  la ciudad esté llena de cholos de negros de indios trabajando.

 

Cuando se dio cuenta que por más que trabajaba,

el dinero  apenas alcanzaba para sobrevivir

y en búsqueda de mejores días, pensó en emigrar

Salir a países donde el dólar, donde el euro

 Se consigue vendiendo la  dignidad de hombre proletario;

y así, fue víctima de los abusos del coyotaje.

 Muchas veces su cuerpo desaparecía en el océano

al intentar cruzar la frontera  del norte en calidad de ilegal.

y en el mejor de los casos, cuando llegaba a su meta,

fue humillado, pisoteado. Fue un “sudaca”.