LIZ ABRIL

ROSAS AMARILLAS

 

-¿Ángeles y demonios?

- ¿Existirá todo eso?

- ¿Que habrá de cierto en todos esos cuentos sobre el bien y el mal?

Se preguntaba, mientras daba vueltas y más vueltas a la cucharita dentro de la taza de café.

Por supuesto que el café ya se había enfriado. Su mirada estaba fija en el cuadro del ángel que cargaba un jarrón lleno de flores y que colgaba de la pared de enfrente.

No quería pasar por la vida así. El tiempo transcurría indolente a su alrededor. No podía quejarse de su vida. Era lo que muchos llamarían una buena vida.

- ¡Flores!... ¡Flores!... ¡Flores! 

Los gritos de la mujer que pasaba por frente a las mesas de aquel bar la habían sacado de su abstracción. 

Cargaba un canasto en su hombro lleno de ramilletes de distintos colores, que hacían juego con el pañuelo que llevaba en su cabeza. Había lilas, amarillas, blancas, rojas... 

Decidió comprar un ramo, le vendrían bien a ese jarrón que le habían regalado y que ocupaba un lugar en la mesita del living.

-¡Señora!

Dijo parándose y corriendo prácticamente la silla en el mismo momento, lo que hizo que su pie se enganchara en la pata de la mesa provocando un ruido enorme, como si las baldosas se hubieran rajado por la mitad y despertando con el ruido a más de uno de todos los clientes solitarios que se daban cita en ese lugar.

Compró unos capullos de rosas amarillas y se dispuso a dejar sobre la mesa el importe del café.

Cuando lo hacía no pudo evitar un cosquilleo en la nuca que le hizo pensar que alguien la miraba y al darse vuelta lo vio.

Tenía los cabellos castaños, algunos mechones rebeldes caían sobre su frente y realmente la estaba mirando con un par de ojos color caramelo. 

Se volvió, puso el dinero sobre la mesa, colgó su bolso en el hombro y con las flores en una de sus manos comenzó a caminar por la vereda.

La gente iba y venía, la mayoría, como autómatas, hablando por celular, solos o acompañados, en su diaria carrera por ganarle unas horas a un día que por más que se esmeraran iba a seguir teniendo veinticuatro horas.

Caminó lentamente, observando a su paso las vidrieras. Por alguna extraña razón, hoy no quería parecerse a ellos. Llegó a su casa, donde nadie la esperaba. Puso las flores en el jarrón. Colgó la cartera del perchero, tiró sus zapatos en la alfombra y se recostó en el sillón.

Retomó sus pensamientos del bar.

Le había costado... pero si, tenía una buena vida.

Parecía mentira el horror que había vivido hace unos años atrás.

En su mente se reproducían las escenas y parecía que no había sido ella quien las había personificado. Era como ver una película de su propia vida... pero representada por otra mujer.

Se había casado a los dieciocho años con el que creyó el amor de su vida. Había luchado como una fiera para defender su amor contra todos, los que según ella, estaban equivocados. 

Pero pronto ese amor se había enfermado muy gravemente y había muerto. Los celos y la desconfianza trajeron de la mano las discusiones. Las discusiones trajeron cada vez más violencia. La violencia sólo trajo más violencia.

Quería recordar los buenos momentos y sólo se venían a su mente los otros. Se recordaba a sí misma tirada en el piso llorando... y a él pateándola como si fuera un animal.

Se recordaba a si misma queriendo abrir la puerta para irse y a él tirando con fuerza sus cabellos.

El miedo había ganado la batalla. Y en un momento se había vuelto sumisa y obediente. Se había puesto una máscara y representado tan bien el papel, que nadie se había dado cuenta de su sufrimiento.

¡No había nada comparable a aquella paz que disfrutaba tirada en el sillón, mientras contemplaba las rosas amarillas!

Un dulce perfume envolvía la habitación, pero no parecía el de las rosas, más bien olía a azucenas o jazmines.

No supo cuanto tiempo había dormido, sintió un dulce beso en sus labios y despertó de golpe con la sensación de no estar sola.

Seguramente había estado soñando. No podía recordar. Sólo se le venían a la mente esos ojos color caramelo que la habían mirado en el bar.

No pudo evitar una sonrisa al pensar que le había gustado que la mirara de esa forma. Se sintió deseada, se sintió mujer, se sintió \"viva\"

A la mañana siguiente tomó el colectivo como todos los días para ir a trabajar, un sol blanquecino se reflejaba en la ventanilla y no la dejaba apreciar el paisaje. Aunque todos los días pasaba por los mismos lugares, le gustaba mirar y descubrir algún detalle que, a lo mejor no había notado anteriormente. Quería grabar en su retina los colores de las hojas. El otoño pintaba de oro y bronce las copas de los árboles.

El calor de una pierna rozando la suya le hizo volverse y descubrir, que ocupando el asiento de al lado, estaba aquel hombre del bar. 

- Te he estado buscando

-¿Qué?

-Te he estado buscando...

- No te conozco... o ¿Si?

- Nos conocemos desde hace mucho.

Lo miró a los ojos, era una mirada sincera, no le causó desconfianza. Era como si el tiempo se hubiera detenido, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.

- No, yo sé que no te conozco. Me debés haber confundido con otra persona.

- No, no podría confundirte nunca.

Había logrado ponerla nerviosa. Se paró y prácticamente saltó hacia el pasillo, tocó con insistencia el timbre y cuando la puerta se abrió salió corriendo.

No podía evitar las lágrimas corriendo por sus mejillas.

Sentía una rara opresión en el pecho y las palabras de aquel desconocido retumbaban en su cabeza.

No podía recordar. No podía recordarlo.

Pasó días y días tratando de hurgar en su mente.

Quería encontrarlo otra vez y al mismo tiempo tenía mucho miedo.

Y sucedió por fin esa tarde. Nuevamente se sentó a la mesa de aquel bar en el que había comprado las rosas amarillas. Por algún motivo, que desconocía, se mantenían intactas después de dos largas semanas.

Pidió un capuchino.

Como salido de la nada el hombre que había logrado, casi enloquecerla los últimos días, se sentó a su lado.

- Sabía que ibas a venir.

- Es hora de que aclaremos este mal entendido. Vos no podés torturarme de esta manera. Yo no te conozco. No se si me estás siguiendo o cual es tu motivo, pero te pido por favor, que te retires de la mesa y me dejes en paz.

Había comenzado hablando con la voz muy tenue y lentamente, pero a medida que brotaban las palabras su tono se había levantado y terminado casi en un grito.

- Si me das la oportunidad de explicarte...

- ¿Qué es lo que me vas a explicar?

- Por favor... no me interrumpas...

- Está bien...

Lo dijo casi sin pensar, sólo quería que se fuera, que dijera lo que tenía que decirle... y se fuera.

- Me quedé dormido arriba de la mesa de aquel rincón. Había trasnochado y tenía muchas cosas que hacer, por eso vine a tomar un café. Fueron apenas unos minutos... en el sueño un ángel me decía que la mujer triste que iba a comprar las rosas amarillas era la mujer que yo había amado en el pasado, que en esta vida no debía dejarla ir. Tuve en medio del sueño un recuerdo muy nítido de unos ojos que me miraban y hasta pude sentir en mi boca el calor de los besos que nos habíamos dado. Cuando me desperté escuché a alguien que gritaba \"¡Señora!\" y te vi comprando las flores. Tus ojos eran los del sueño. Yo sé que es increíble... pero si fuera cierto... No he podido dejar de pensar desde ese momento. Y realmente siento que te conozco, que te amo y que no puedo ni quiero dejarte ir.

Por un momento ella pensó que era un loco, pero no pudo dejar de mirarlo. Algo en su corazón le dijo que era cierto. Que ella también lo había buscado a través del tiempo. Que había pasado varias vidas buscándolo. Que no importaba cómo se llamaba ahora ni qué hacía para ganarse la vida, ni nada que no fuera abrazarlo y darle todos los besos que había guardado. 

Se paró lentamente y rodeó la mesa hasta llegar a su lado, tomó su cara entre sus manos y respirando cerca de su boca le dijo:

- Yo también te he estado esperando.

Salieron caminando abrazados del bar.

Mientras el ángel sonreía en silencio y en su casa las rosas amarillas desaparecían misteriosamente del jarrón.