Lea Guillen

Estábamos vivos...

Estábamos vivos. No hacían falta versos fechados, rumores de patio ni remedos por goles en contra: no hacían falta pálidas. Era de noche, o era de día, no sabríamos, una vez más, pero la sangre -inquieta, trashumante- forjaba la parada súbita justa de nuestro querer. Pestaña tras pestaña, sábana tras sábana, volante tras volante, el desierto se volvió azul y la piedra, son. No hizo falta sonreír en la foto, ni presentarnos a mamá. Estábamos vivos. Ni melosos, ni metódicos, ni relucientes, ni mórbidos, ni lívidos. Estábamos, éramos... vivos. Torpes en serio desprecio de la tarea final, nunca tibios ni meciéndonos... siempre y nunca tantos, tangos, antros, años sin olvidar. Teníamos de esas mañas-vidas contagiosas, de esas piernas inextricables bailadoras acuciantes amalgamas soñadoras bestiarias impolutas incandescentes. Éramos de savia y de polvo. De cocina y de colchón. De santo y de remedio. De manteca y de facón. 
  Algún día, de esos notablemente más hermosos, una ráfaga de vino tinto y Sol mayor desquició la armonía de los protuberantes indomables inimputables ocios que denominaban al amor, a ese amor: los salvó de la vida y los cautivó con radiantes cenizas y algún que otro paraíso.
  En alguna hora, el mundo mundano andante envidiante se posó sobre los vivos amantes y se deslindó -dejó de ser lindo-, para dar espacio al capítulo llamado \"mar\"     -rocío abusivo de los sangríos-. 
  Así, las paredes de la nave terrenal los dejó en zigzag, los bañó de fin, los entonó sin piedad. Porque estaban vivos. Quedándose o yéndose. Pero ellos también... 






Atrapado en el tercio de la vida , oct. 2013.