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El maestro y el Consejero.

—Queridos discípulos, hoy os pediré que hagáis dos cosas:

—Primero escribiréis en una hoja de papel todos los elogios, hacia ti mismo, que podáis imaginar y, seguidamente, en la misma hoja, todas las críticas, hacia ti mismo, que podáis imaginar.

El silencio, entonces, fue total en aquel gran salón, que mostraba la concentración que los discípulos estaban empleando en atender al pedido del maestro.

Poco a poco se fueron levantando las cabezas de los discípulos como se levantan los interrogantes en una mente que espera por las respuestas y, en este caso, vino por parte del maestro:

—Ahora que habéis terminado, intercambiad las hojas y leedlas, primeramente los elogios, y luego las criticas.

Empiezan, entonces, a leer todo tipo de elogios: inteligente, disciplinado, sincero, amable, gracioso, y otra serie de elogios más.

Pasó lo mismo con las críticas, al leerlas: desordenado, desconfiado, individualista, avaro, mal educado y también otra serie de críticas.

—Excelente —dijo el maestro—. Ahora decidme: qué habéis sentido al leer los elogios?

—Nada, querido maestro —se atrevió un discípulo, sin más aclaración.

—Bueno, querido maestro —se lanzó otro a contestar—: yo solo he leído las palabras, así que, simplemente no me identifiqué con ellas

—Bien! —congratuló  el maestro la respuesta—. Veo que las enseñanzas empiezan a salir a la luz. No identificarse con los nombres o las cosas es un buen principio.

—Y ahora qué podéis decirme de las críticas que habéis leído? —preguntó el maestro.

—Creo que es más de lo mismo, querido maestro —arriesgó otro discípulo—, son solo palabras que hemos leído.

—Si yo hubiera leído mi hoja —dijo un tercero—, la que he escrito, tendría algún significado para mí.

—Sin duda —aclaró el maestro—: todos los elogios que haces a ti mismo, o las críticas, si son sinceras y verdaderas, tienen un valor hacia ti mismo, pero hacia los demás no tienen valor alguno, si este uno no les concede el valor —si no se identifica con ellas.

—Perdona querido maestro —interrumpió un discípulo—: la hoja que me tocó leer está en blanco.

—Ah, sí? —dijo el maestro—, sin mostrar cualquier clase de sorpresa, como que si supiera que aquello fuera a pasar.

—Me gustaría saber del noble discípulo que no ha escrito nada, la razón de no hacerlo —pidió el maestro, al mismo tiempo que éste se presenta:

—Perdón, querido maestro, he sido yo, y os lo explicaré el por qué no quise poner lo que considero un elogio o una crítica hacia mí mismo:

«Hoy, quizás, puede que me considere inteligente, disciplinado, sincero y muchas más cosas, pero mañana no lo sé: puede que se me presente un problema que no sepa resolver, o que mi disciplina se vea afectada por alguna razón, incluso mi sinceridad la tenga que comprometer por un bien mayor.

«Con las críticas pienso lo mismo, porque si puedo ser hoy desordenado, puede que mañana aprenda a ordenarme, o si soy desconfiado, tenga que confiar, nada menos que mi vida a alguien, movido únicamente pela fe y, si hoy puedo ser individualista, mañana Dios me ponga a prueba en salvar a una persona y puede que lo haga.

«Así que entrego a mi ser interior el poder de elogiarme o criticarme en razón de mis actos en cada momento y eso, no puedo hacerlo con palabras, sino en silencio.