Sara (Bar literario)

Des-ahogo del mar hace una hora. Y todo sereno

No puedo prescindir de ti.

No puedo. No quiero.

No puedo apagar la tristeza con la levedad de lo cotidiano. No puedo disimular que si no duele es porque el espejo tiene a su lado, el reflejo de un cuarto vacío.

De nuevo, siempre de nuevo.

Amontonar palabras. Para que se haga de humo, lo que llevan dentro.

Disolverse en el ruido. Desaparecer en la pared camaleónica del sistema, nos ha salvado de estar vivos.

Y lo hiciera con total heroicidad y convicción, si la aguja de mi marcapasos no apuntara siempre en dirección opuesta.

Una aguja que señala hacia un muro de piedras. Y astilla, solo uno de ellas, pero nunca la rompe.

Es eso lo que duele. Lo que arde como bandera de patria muerta en tierra de nadie.

Eso de tener una causa y desconocerla. O conocerla tanto como la memoria de un rostro que nos mira desde el nombre que cae en nuestro cuello, como guillotina.

Quisera escapar del silencio. Evitar su armonía. Explosionar su eco y borrar el espectro de un cielo rojo, que aparece en mis sueños. Cuando no rezo al palíndromo de Roma. Es decir, al diafragma del agua que lo hace ver como anagrama opuesto al insomnio. 

Pero quiero salir de aquí. De la anacronía de la felicidad que subyace en el viaje del amor hacia la tristeza. Y a la inversa, en sentido figurado. Y en sentido literal cuando quema su invierno en el recuerdo de una rosa.  Y ¿Cuál es la anacronía? La mano que sobra.

Porque sí. Porque esa mano no sostiene a Alguien. Y la que lo hace, carga con la necrosis de todos los fantasmas vivos de los muertos que nos quedan.

Ah, sí.

Como decía.

No puedo. No quiero

No quiero extraer la razón, del laberinto de su locura.