tinchoborges

Un poco sobre mí.

Para hablar de mi pasado tengo que hablar de Ciudadela, de mi vieja, de James Taylor y de los Carpenters, otro poco de Rod Stewart  y de Steve Ray Vaughan. Otro tanto de Sabina y más adelante, Luis Miguel. Sí, señores, Luis Miguel está incluido.

Comencemos por mi vieja: nace en el ’67, bajo el nombre de Selva Griselda Fariseo en Ramos Mejía. Selva porque su viejo era fanático de la madre natura, y Griselda por el tango “Grisel”. Pertenece a le generación que pasó la infancia entre las cuatro horripilantes paredes de la dictadura. Pero la infancia era una coraza útil para no sentir tanto lo que pasaba alrededor, una manera de hacer más leve el ambiente terrible que sacudía al país.

Así y todo, mi vieja no tuvo un crecimiento muy lindo; su padre, Héctor, un poeta y un increíble dibujante, tenía problemas con el alcohol, y su falta de responsabilidad lo volvía un padre ausente. Y la madre, Marta, era una mujer con muchísimas cargas, que debía soportar un infeliz matrimonio, y además trabajar y hacerse cargo de sus dos hijos. Por lo tanto, mi vieja vivía entre costantes peleas conyugales, por las cuales alguno de los dos adultos terminaba en un psiquiátrico, y mi vieja iba y venía de casa en casa de sus abuelas.

Su abuela paterna, Ermelinda Giustosi, y su abuelo Carlo Fariseo, eran dos inmigrantes italianos más que escapaban de la Segunda Guerra Mundial, y, llegando a este país muertos de hambre, fueron construyendo su casa con sus propias manos. Mi mamá siempre me cuenta que era una casa muy grande, con un fondo de altas dimensiones, donde convivían todo tipo de alimañas: Había un palomar, habían perros, hubieron monos. Yo creo que todo eso fue lo que provocó el fanatismo de mi vieja por las plantas.

Y por el otro lado, su abuela materna, Victoria Calvi, y su abuelo Luis Sanglar, eran provenientes del campo bonaerense, del pueblo de Bragado.

Hay que agregar el fantástico detalle de que la casa de mi mamá se ubicaba arriba de las casa de sus abuelos maternos, y la de los paternos se ubicaba en frente de estas otras dos. O sea, que , afortunadamente, toda la familia estaba cerca.

Por otro lado, dejando sus problemas, mi mamá tuvo una infancia bastante típica. Con los amigos del barrio, correteando por las calles, y haciendo travesuras.

Así llegan sus épocas de secundaria, donde conoce a Charly García, a la democracia, a las drogas, al patchouli y a la revolución sexual.

A los diecinueve años consigue su primer trabajo en un bar como camarera.

A los veintitantos abandona su casa de origen para mudarse con su abuela Victoria.

¿Cómo conoce a mi viejo? Se encuentran en un gimnasio, salen un tiempo, y cuando mi madre queda embarazada de mí, él decide desaparecer del mapa. Y lo hará hasta mis 18 años.

Justo en el período en el que yo comienzo a gestarme, su padre Héctor muere de hepatitis y su abuelo Luis muere también a los ochenta y tantos años. Tengo que destacar, que cuando estaba por morir Luis, mi vieja decidió contarle que estaba embarazada. Y el hombre, de tradición antigua, ni siquiera se molestó en preguntar ¿Quién era el padre? Sino que comenzó a llorar de emoción (Esta historia siempre me gusta mucho contarla).

Con la muerte de Héctor, mi vieja hereda una casa, la cual decide vender, y dividir la plata entre ella, su hermano y mi abuela Marta. Con esa plata que recibe, decide comprar la casa de Ciudadela: La casa donde crecí, la casa que significa todo para mí.

Vayamos hacía Ciudadela en el año 94’(el año de mi nacimiento): Un barrio muy tranquilo, sin absolutamente un atractivo turístico. Un lugar cerca de la Capital, pero alejado del ruido. Es hoy en día que recorro sus calles y las encuentro iguales, como siempre.  

La casa que compra mi mamá se ubica en Génova al 4008, casi en la esquina con San Martín; Era un departamento de dos ambientes. Recuerdo el piso de cerámica color verde, y la pared de extrañar forma circular que estaba en la pieza comedor de mi mamá. La puerta de entrada tenía un mural pintado, que mostraba un atardecer, y la pared circular tenía un mural en el que se veían muchas plantas. Departamento “D” de dedo, así siempre le decíamos a la gente. Vivíamos mamá y yo, más Loquilla, una gata gris y peluda de la que tengo pocos recuerdos.

Mi pieza tenía un piso de madera muy lindo, unos zócalos pintados de rojo. Tenía una cómoda muy linda y una tele y un ventilador marca White Whestinghouse. Es gracioso, porque hoy en día esa marca significa que algo es bueno para mí en temas de calidad tecnológica. De hecho, aún conservo ese ventilador.

Por esos años, mi abuela conoce a quien va a ser su segundo marido, Enrique, quien no es pariente mío de sangre, pero cómo demuestra la relación con mi padre, la sangre importa tres carajos; Él es mi abuelo, mi increíble y fantástico abuelo, a quien amo incondicionalmente, y valoro cada cosa que hizo por mí, y créanlo, fueron muchísimas.

Teníamos una mesa redonda, sobre la cual comíamos; disfrutábamos mucho del balcón, donde mi mamá me contaba chistes, y me enseñaba a usar las malas palabras.

Mamá laburaba en una oficina de un contador como secretaria. Nunca fuimos ricos ni mucho menos, pero vivíamos dentro de todo bien. Para comer no nos faltaba, y yo tenía juguetes por todos lados. Siempre mamá me enseñó a no ser un niño tonto y caprichoso, a conformarme con lo que tenía, que era mucho, porque otros no tenían ni la mitad de lo que yo poseía. También me enseñó a no mentir, con el ejemplo más fuerte: Jamás me mintió. Cuando pregunté por mi padre, ella me dijo toda la verdad. Cómo se llamaba, donde vivía, y porqué no había querido ser mi padre. Él había optado por el camino más fácil, no hacerse cargo de mí y punto.

Y la música que sonaba era siempre genial. Mi vieja escuchaba a James Taylor, siempre me emociono al escuchar “You’ve got a friend” o “Mexico” o “Carolina in my mind”. O del gran Stevie Ray escuchábamos el disco “Family” o “Soul to soul” (“Look at litlle sister” continúa volándome la cabeza). También sonaban los Carpenters que me encantaban. Un poco de Carly Simon, otro tanto de Rod Stewart y “Da’ya think i’m sexy?” o “This old heart of mine”.

Con esa música crecí.

Por los 4 años aprendí a leer, y por ahí heredé una biblioteca, en la que fui poniendo los libros que me iba comprando. Siempre pienso en “El Corsario rojo” de James Fenimoore Cooper (sobre esta historia quise hacer mi primer película, ya la tenía toda pensada, hasta la música, a mis siete años), o “La cabaña del tío Tom” que me hacía llorar, O “el jinete sin cabeza” de Washington Irving (y la terrible broma que soporta Ichabold Crane” o “Kim de la India” Y la sabiduría de los viejos. Y un poco más adelante las historias de Julio Verne, que me impresionaban, mis primeros aprendizajes del francés. Corría 1998 y mi mamá había empezado la carrera de Técnica en Jardinería en la UBA. Empezaba a cumplir su sueño. Yo era muy feliz.

Cuando tenía siete años, llegó el 2001, con lo que todo eso significa para un argentino de clase media-baja. Yo veía a mi vieja preocupada y no entendía por qué. Veía a todo el mundo preocupado y aún menos entendía. Pero en las calles se sentía que todo estaba mal. Mamá estaba cada vez más preocupada por saber de qué manera íbamos a comer. No había un centavo; por suerte, ella pudo conservar su trabajo, lo cual fue un milagro ya que el 27% del país estaba sin poder laburar. Recuerdo ver las imágenes de una plaza prendida fuego, gente peleando por un litro de leche, la repugnante policía federal disparando a diestro y siniestro contra los que protestaban, dejando un brutal saldo de muertos. Y a uno de los bestias más hijo de puta que vi en mi vida: A Fernando de la Rúa escapando en un helicóptero. Yo no entendía mucho en ese momento, pero ya sabía que esos eran unos ladrones.

En esos tiempos, mi gata Loquilla murió. Mamá siempre se sintió culpable porque nunca pudo costear un buen tratamiento médico para ella. Terrible, pero cierto, habían otras prioridades.

Así y todo, mi madre jamás dio brazo a torcer, y continuó rompiéndose el alma para traer el plato de comida a casa. Siempre sacrificó darse un gusto por un litro de leche, que por esos años un día costaba un peso, y al otro día costaba veinte.

Así se desarrolló mi primaria: Entre la pobreza, entre pasarla muy mal, pero mejor que otros. Sentir la depresión de le gente en cada momento, ver a los negocios quebrando. Una sensación muy triste me viene cuando pienso en esto.

Se terminaron las vacaciones. Mi vieja tuvo que abandonar progresivamente la carrera, debido a los graves problemas económicos. Para ganar algo extra vendía dulces caseros.

Por esos años conoció a Horacio, quien convivió unos años con nosotros. De él mucho no recuerdo, pero eran épocas de mucho tren Sarmiento, y viajar a Paso del Rey o a Moreno. Y me llevaban a una plaza que yo llamaba “las montañas”, que eran para mí un perfecto paraíso, donde me tiraba en picada libre con mi bicicleta y me sentía un rayo veloz. Horacio como vino se fue. No voy a nombrarlo más. No merece atención alguna.

Como hijo único que siempre fui, recurrí a todo tipo de imaginación. Creo que eso me llevó a ser escritor. Es hoy en día que nunca dejo de imaginar historias.

Cuando tenía nueve, la tele se nos rompió. Como seguían los problemas económicos, nunca pudimos arreglarla. Ese fue un factor determinante en mi vida. Más que nunca, me uní a los libros. Ellos pasaron a ser mi vida; Nunca pasaba un día sin que estuviera leyendo, o jugando con las bolitas. Nunca tuve ni Playstation, ni computadora, ni esos grandes lujos de los niños potentados.

Es hoy en día que tengo televisión, y muy poco la uso. No me interesa ni mierda las idioteces que pasan por la caja boba. Puede caer una bomba nuclear sobre mi tele y me va a chupar un huevo. Dame un libro y soy feliz.

Cuando tenía once años, mi vieja se quedó sin laburo. Los problemas de plata crecieron, algunos ya estaban mejor, nosotros no. Período muy complicado fue. Mi mamá con secundaria y todo, laburando en laburos en los que, literalmente, le pagaban 10 pesos el día.

Fue así que a mis doce años decidí comenzar a trabajar. Por cinco pesos el días de trabajo. Con Charly, mi gran amigo, 30 y pico de años mayor que yo. El local, Emycar, está sobre la Avenida Diaz Velez, entre o’Higgins y 11 de Septiembre, del lado de La Matanza. Este negocio se dedica a la venta de alimento para perros. Fue ahí donde comenzó mi adolescencia prematura. Mi crecimiento acelerado. Creo que eso, y muchas cosas más me diferenciaron de los otros pibes.

Tuve que curtirme, a mi manera, aprender a vivir la vida.

Este podría ser el relato de mi infancia. Difícil. Pero hermosa. Una infancia de duendes y seres mágicos con un contexto que incluye una profunda crisis económica y una madre que transpiró por darme de comer.

Jamás van a alcanzarme las palabras de agradecimiento hacia toda mi familia por todo lo que hicieron por mí. Todos hicieron lo que estaba a su alcance para que yo fuera feliz. Y créanme, que lo soy. Soy una persona que la pasó mal, pero, gracia a ese ejemplo fantástico que me dieron, el de no rendirme ante ningún problema, sino intentar resolverlo con fuerza de espíritu, es que hoy yo soy quien soy. Con defectos y virtudes.

Mi vieja merece mucho más un monolito que cualquier prócer patrio. Para mí, es mi gran héroe, y es una de las personas que más admiro en este mundo.

 

Es muy fantástico, porque todo esto comencé a escribirlo luego de volver a escuchar esos discos que marcaron mi infancia. No puedo decir que no se me cayó lágrima alguna. Mi emoción es mucha al recordar todas las vivencias que tuve. Y, afortunadamente, ese pasado tan bello que tengo, marcan mi increíble presente, en el cual estoy totalmente enamorado del amor de mi vida (Jazmín, quien merece un libro aparte), y puedo hacer música, estudiar Letras, la pasión de toda mi vida.

Esta es una historia más de las Historias de Cuidad que tanto me gustan contar. Pero es a la vez una especia de autobiografía. No porque me considere importante tanto a mí, pero si considero importantísimas a las personas sobre las que escribo.