Roberto Carlos Pomares

Balbuceos

Está el tiempo en esa histeria de cosas,
de marcas y contramarcas,
de simplezas que llenan de vacío otro vacío
más áspero y seco.
Está el tiempo inverosímil
torturando los días, esos días de afrodisíacos
humores, de rebusca y mercantilismos
del alma;
está el tiempo proponiendo treguas hediondas
que no saben a otra cosa mas que a mentiras bien dichas.
Y van los segundos, en su marcha fúnebre,
acumulando las horas que son un reflejo ficticio
de un pésimo melodrama;
horas que desembocan en siglos de cristales rotos,
con su vastedad de montañas
construidas de cadáveres y huesos,
cadáveres hechos minerales y silencio,
retoño y búsqueda, adicciones y contradicciones.
Está el tiempo, así, presuroso y pendenciero
activando una guerra de átomos,
electrizando la vida y mesurando la muerte.
Está el tiempo haciéndonos descendencia,
artilugios y adornos audaces para la cuna de nuevos muertos
que aún no han venido a la vida;
y es de esta manera en que ha de entenderse
esa mezquina probabilidad del tiempo:
ser, llegar a ser, haber sido,
y posiblemente nunca haber nacido.
Pero es el tiempo ese conglomerado de inestáticas formas
de la fusión y fisión en el átomo.
Ahí está el tiempo, teatralizando su existencia,
crispando el entendimiento en una percepción,
haciéndonos ver sin haber visto \"realmente\" nada,
su movimiento.
Pero el tiempo no está aquí ni allá,
ni está en nosotros,
sólo existe en sí mismo, no es dependiente
ni independiente, lo único que hemos llegado a saber,
en parte, es que es movimiento, a penas un aspecto de su infinitud.
Y ese movimiento, ¿dónde se da, sino es dentro del tiempo mismo?