Vicente Martín Martín

Tampoco tienen fecha las ramas de este invierno

 

 

Tampoco tienen fecha las hojas de este invierno

y acaso ni es verdad que esté lloviendo ahora

ni que arda el hogar mientras escribo

aquí

y en este instante.

Antes fueron los bosques y un susurro de pájaros

nos abría las puertas a un jardín diminuto,

el reloj no contaba y el amor era el duende

de las cosas pequeñas.

Éramos como islas, como estirpe legítima de dioses

y es por eso, quizás,

que hemos sufrido tanto teniendo que vivir como cachorros de setter.

Después llegó la carne,

el paisaje celado,

el sol que se apostaba sin piel en la otra orilla

y el anhelo constante de macerar a tientas el gozo en nuestros labios.

Después era pasarse los inviernos en noches de mudanzas,

ponerle nombre a todo,

decirle por ejemplo,

azul a lo que vuela, pesadumbre al aliento,

cristal a la cintura del aullido de un gamo

y esperar que noviembre no cubriera la casa de cipreses.

Si una sola tristeza puede herirnos de muerte

y en un rincón cualquiera cabe un niño

lo nuestro siempre ha sido esta locura de columpios freudianos

precisamente ahora

cuando hace tanto tiempo que no existen

golondrinas al borde del tejado.