Donaciano Bueno

Amores rotos

Nunca me cansaré de maldecir aquella mañana en la que te cruzaste en mi camino

junto al sendero imaginario que existe al lado de la playa,

de tu imagen juvenil quedé yo de repente seducido,

ingenuo de mi ¡por qué no me advertiste! me secuestraste el alma.

 

Maravillosa, ibas presumiendo de tus dieciocho años recién cumplidos,

mientras yo vagaba en la nube de un mundo feliz lleno de sueños,

-creí tocar el cielo con la punta de los dedos-

y tu tenías una sola obsesión: volar conmigo.

 

Del altar de mis deseos fuiste durante algún tiempo la imagen preferente,

-el atardecer era más lindo y aún más placentero el despertar al alba-.

No existía el tiempo, sólo el presente

contaba para nosotros.  Obviabamos la calma.

 

¡Oh, aquellos tiempos felices que vivimos en nuestra intensa y breve fantasía!

¡qué dulce soñar y qué alegría!

¡por qué tan pronto se esfumó! ¿por qué sólo duró un soplo de viento?

¡cuánto daño causó a mi alma y cómo aun lo siento!

 

¿Por qué los negros nubarrones tan pronto aparecieron

sin ni siquiera darnos tiempo para sincronizar nuestros relojes?

Pronto comenzó a nublarse el cielo. Nuestros goces

entre tormentas mentales, relámpagos y rayos se murieron.

 

El tiempo, me decía, dale tiempo,

es el único antídoto que a los males del corazón pone remedio.

Día a día he seguido ese consejo sin hasta la fecha poder librarme del asedio

mientras que lentamente en cada instante mi triste corazón sigue muriendo en el intento.