Alberto Moll

Peñón de Ifach

 

Ciclópeo farallón de roca viva

que alzas, majestuoso e imponente,

tu esbelta silueta contundente

sobre el azul del mar que te cautiva.

 

Cual gigantesco galeón de piedra

que encallado quedó sobre la playa,

alzas tu proa al sol como atalaya,

orgulloso bastión que nada arredra.

 

Tus calizas paredes verticales,

talladas por hachazos de gigantes,

al mar se precipitan arrogantes

hundiéndose en azules abisales.

 

La plácida bahía recoleta

divides en dos playas sosegadas

cuyas tibias arenas bronceadas

tu sombra tiñe en tonos violeta.

 

Y en la cálida orilla de esa playa,

que a tus pies se adormece enamorada,

florece blanca espuma aletargada

que olvidó una ola azul que se desmaya.

 

El agreste sendero que te asciende

entre pinos, enebros y palmitos,

es hermoso trepar hasta los hitos

que en tu cumbre la luz del sol enciende.

 

Desde lo alto, en el aire, una gaviota

a veces lanza su estridente canto,

rompiendo del silencio el dulce encanto

que de tu soledad sagrada brota.

 

Y en tu desnuda cima se conquista

la radiante belleza del paisaje

que tierra, cielo y mar, como un encaje,

bordan en verde, azul, gris y amatista.

 

Las nubes que acarician tus alturas,

en homenaje de delicadeza,

algún día coronan tu cabeza

con un tenue penacho de blancura.

 

Y, en tu entorno de luz tornasolada,

cuando el sol se retira, ya vencido,

sopla con fuerza el viento embravecido

al chocar con tu mole inquebrantada.

 

A tu sombra también bulle abrigado

tu pequeño y vivaz puerto pesquero,

que a la tarde recoge placentero

las barcazas cargadas de pescado.

 

Y allá al fondo, hacia el sur, en la ladera,

blanco de cal, el pueblo, que, hechizado,

contempla tu perfil arrebatado

luciendo sobre el mar como una hoguera.