Siete años cumplidos, y Luisa empieza a imaginar las aventuras que le esperan al acercarse el momento de ingresar a la Escuela por primera vez. ¿Cómo será su primer día? ¿Quién le acompañará en su aprendizaje? Eran algunas preguntas que ella se hacía. Llega por fin enero, su maestra Blanca Dina, esperaba en el aula al grupo de niñitas que emprenderían el camino hacia el saber. Un abecedario arriba del negro pizarrón se destacaba y las pequeñas mesas constituirían el medio desde donde dominarían las palabras.
Se sintió feliz, quizá más que sus compañeritas al escuchar la sinfonía producida por el conjunto de letras y todo aquello que podría expresar a través de ellas. Aprendió muy rápido por lo que su maestra se sentía confiada, hasta el grado que en una ocasión tuvo que salir momentáneamente del aula, y ella quedó a cargo. Luisa, sintió que el dominio de las palabras era ya un hecho.
Una campana sonaba jubilosamente anunciando el inicio de la jornada, al igual que los recesos y el fin de un día con innumerables aventuras que contar. La mágica campana, marcó los pasos de muchas generaciones al igual que los de Luisa.
Pero su mamá, siempre preocupada por el bajo peso de la niña, llevaba todos los días a la hora del recreo un vaso de leche, alimento que fue objeto de recelo por parte de sus compañeras. La leche solamente tenía un color diferente y un chorro de cariño para hacerla más agradable, pero, para los demás quizá contenía algo extraño que según ellos hacía que su aprendizaje fuera más rápido que el del resto.
La verdad, es que esa leche fue solamente la conexión entre casa y la escuela, que hizo la separación del hogar durante algunas horas menos distante. Era tener al abuelo cerca, la seguridad de contar con el apoyo de la familia en el largo camino de una buena formación. Aunque para Luisa también constituyó una brecha entre sus compañeras y el mundo de sus sueños, que no pudo cerrar.
©Mirna Lissett 23 agosto, 2013