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Relato: Un ser con muchos nombres PARTE 1

UN SER CON MUCHOS NOMBRES

Pequeña, de tez café y cabello rizado, generalmente corto o recogido en forma de banana.

Se movía rápidamente desde tempranas horas de la mañana, para que sus hijos encontraran la mesa pronta al regresar de sus ocupaciones, salvo los días domingo que al contrario, retrasaba el cocimiento de la pasta, para darle tiempo al hijo, que trabajaba hasta más tarde y pudiera participar del almuerzo familiar.

Algunos domingos la acompañaba al cementerio. Realizábamos el largo recorrido caminando, lo que me producía cansancio; éste ameritaba que me acostara nuevamente hasta cerca del mediodía. En el cementerio limpiaba, y acomodaba las flores cultivadas en el terreno de la casa. En ocasiones, íbamos sin ellas.

Luego de acomodarlas cuidadosamente, se arrodillaba y rezaba con el rosario entre sus manos. Lo hacía casi en susurro, la acompañaba deseando que sus rezos finalizaran porque me dolían las rodillas.

Nunca le pregunté si a ella le dolían. Estoy segura que sí, pero quizás ese dolor, también contribuyera a liberar el alma de su querido hijo.

Ya hacía cinco años que lo había perdido, pero para la madre había sido ayer. En todos sus actos lo percibía.

Cada poco tiempo rezábamos el rosario junto a la cama, de rodillas frente al portarretrato, a veces acompañadas de una amiga. En esas ocasiones sin decir nada, traía desde el comedor, un almohadón para mí. Ellas se hincaban sobre el piso.

Nunca pude arrodillarme sin experimentar gran dolor. Aún hoy admiro a aquellas personas que lo pueden resistir.

Pasaba casi todo el día sola, por lo que buscaba mi compañía, tal vez para que le ayudara a ocupar su mente.

La oía trajinar por toda la casa, realizando todas las tareas mientras tarareaba, hasta que íbamos a realizar las compras mañaneras.

Mientras cocinaba o lavaba la ropa en la pileta, alguien llamaba o golpeaba las manos en el portón. Inmediatamente dejaba la tarea y corría para atender, a quien seguramente iba a buscar algún atado de leña.

Rápidamente atravesaba el patio para ir hasta el fondo, donde estaban protegidos de la cercanía de la calle. En pocos minutos realizaba la transacción y volvía a lo que había interrumpido, no sin antes haber anotado en el almanaque, la cantidad que habían llevado y guardar en el monedero, el fruto de la venta.

De pocas palabras, aunque de trato afable, era para las vecinas una persona servicial. Podían contar con ella, para cualquier ocasión, ayudar a realizar las tortas de cumpleaños, enseñar a preparar las primeras mamaderas, con culé o manzanilla, con las gotitas de limón, y dar los primeros baños. Bastaba que alguien la mandara a buscar, para que fuera a prestar sus servicios.

El portón se abría y entraba el mensajero:

-¡Ugenia! ¡Ugenia! ¡Dice mamá si puede ir!

-¿Qué pasó?

Y salía atrás del chico, con el paso apresurado y yo detrás.

Si  un niño lloraba y no estaba claro cuál era el motivo, comenzaban con el santiguado, el control de la temperatura, la cura del ojeo, el baño para bajar la fiebre y si éstos no daban resultado, habría que llamar al médico.

Muchas veces el niño se calmaba y dormía hasta el día siguiente, por lo que aseguraban que “Doña Eugenia lo había curado”.

Este comentario hizo que fueran muchos los niños que pasaban por su regazo, para que los “curara del mal de ojo, del empacho o de insolación” sin recibir ninguna remuneración, sólo por generosidad.

Yo observaba disimuladamente en silencio, y la veía bostezar o lagrimear, lo que significaba según entendí, que el niño le transfería su dolor, por eso después, a ella le dolía la cabeza o sentía sueño.

Las “oraciones sanadoras” las había recibido de su madre, que crio una familia numerosa, por las que tuvo que aprender esas prácticas, porque no tenía acceso al médico; por vivir alejados de la ciudad, y en condiciones de pobreza.

Más tarde ella las transmitió un Viernes Santo, a las madres que quisieran aprenderlas, para “curar”, principalmente a sus hijos.

Por las tardes cuando finalizaba el planchado de toda la ropa de la familia, llegaba la hora del mate.

Generalmente lo compartía con la vecina más cercana, madre joven de la cual también era madrina. Mientras lo hacían comentaban la radio-novela e intercambiaban algunas revistas.

Esta costumbre fue perdiéndose cuando apareció la televisión.

De tanto en tanto llegaban a su casa, hermanas y sobrinos, de distintos puntos del país. Su vida se transformaba esos días, las conversaciones, y risas denotaban la felicidad que sentían, por estar juntas.

Las que provenían de la capital del país, obreras de fábricas, lo hacían durante las licencias, generalmente en verano, más precisamente en carnaval. Ellas traían la moda, y muchas ganas de pasar bien las vacaciones, por lo que disfrutaban el día a pleno, playa, bailes. También yo participaba de algunas de estas actividades. Cuando éstas no podían venir, invitaban a su hermana para que fuera a Montevideo. Así tuve la oportunidad, de conocer algo de la vida montevideana, antes que mis hermanos: los tablados de carnaval, las Llamadas, el Parque Rodó, y playas.

El viaje lo hacíamos en ferrocarril, lo que significaba un viaje de varias horas. Llevábamos algún alimento, cartas, y revistas para hacer más corto el viaje.

Cuando el sol iluminaba los campos, me entretenía observando los diferentes paisajes que aparecían detrás de una lomada o de una curva, que hacían las vías. Lo mismo ocurría al regreso. Mi ávida mirada, me hacía buscar más allá del horizonte, una casa, la presencia humana, y sonreía frente a la ternura de los animales junto a sus crías, que se alejaban corriendo de los alambrados ante el avance del monstruo de hierro.

Las liebres hacían piruetas saltando de chirca en chirca o emprendían una veloz carrera. ¡Qué fascinante me parecía entonces el campo, desconocido para mí!

En esa época no podía explicarme, por qué los alambrados, “corrían” en sentido opuesto.

Cuando el cansancio vencía mi espalda, por las horas y la falta de comodidad en los asientos, reclinaba la cabeza sobre su regazo y el sonido monótono de la marcha: “¡chaca chá, chaca chá…!” u otro que me sugiriera, lograba adormecerme, hasta que el silbato anunciaba la llegada a una estación o parada.

Allí me incorporaba para no perder detalle de lo que acontecía: la gente paseando por al andén, los que subían o bajaban, los viajeros de otro tren que lo hacían en sentido contrario. Saludos, sonrisas y el adiós al partir. ¡Qué tiempos! La vida transcurría sin prisas, aunque lógicamente existían los horarios de trabajo o de clases.

A veces pienso, ¡cómo han cambiado las relaciones entre los vecinos!, más allá de que sean cordiales, ya no tienen, salvo excepciones, la familiaridad que se originaba por el sólo hecho de compartir la cuadra, o como en el caso de la familia de la madrina con mis padres, un vértice de los terrenos que formaban un ángulo de casi 90º, por estar las casas, sobre calles que se interceptaban.

Fue ese vértice el pasaje que la niña utilizaba, el que unió a las dos familias, con lazos de amistad,  perpetuados a través de generaciones, confundiendo a los ajenos con lazos de consanguineidad. Normalmente, cuando una familia cambia su domicilio, deja atrás el vecindario. No aconteció así con mi familia, que al trasladarse a un barrio nuevo, que no contaba con escuela, tuvo en ese hecho, la dificultad para que yo concurriera, por lo que, ese año, lo finalizaría, ocupándose “la madrina” de llevarme, y traerme; a la vez de prepararme para recibir la comunión; principal función de las madrinas de entonces.

Mi niñez transcurrió así entre las dos familias, de las que recibí los valores multiplicados; además que  me permitieron vivenciar distintas experiencias. En una era la hija mayor, en la otra, la menor, esto me agregaba o liberaba de responsabilidades, ¡qué distinta psicología puede desarrollarse en los niños, según el número ordinal de su aparición en la familia!, más aún, cuando los padres carecen de conocimientos, que les permitan comprender a aquel niño, que se siente desplazado o exigido, frente a la responsabilidad de vigilar a sus hermanos pequeños, cuando son otros sus intereses.

Quizás el egoísmo me hiciera “escapar” y buscar en la casa de “la madrina” el espacio, y tiempo para mi satisfacción, allí no había niños que vigilar, era ¡la niña!

A medida que pasaron los años, la madrina se convierte en “la abuela”; comenzaron a llegar los nietos y con ellos siento que voy perdiendo protagonismo. El paso de escolar a liceal, va transformando mi vida, mis hermanos fueron creciendo, y cada vez más, me quedaba menos tiempo libre para el ocio.

Las obligaciones liceales fueron en aumento, las metas personales y exigencias familiares fueron alejándome de aquella casa, que hoy considero fue: “mi refugio”. No significó que perdiera la calidez del afecto de “mi madrina” y de sus hijos, a los que consideraba, como a mis hermanos mayores. De ellos recibí, el regalo del “ratón Pérez”, también estaban presentes en Reyes y cumpleaños. No me faltaron sus consejos y reprimendas, de los cuales conservo algunos, que he utilizado en distintas etapas de mi vida.                 CONTINUARÁ