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Vikingas

VIKINGAS

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, llegaron al Río de la Plata gran número de jóvenes inmigrantes, con el objetivo de trabajar y construir sus familias. Entre éstos, llegaron los padres de María Nicolasa, que se asentaron en la zona del Tigre, en la que trabajaban y donde nacieron varios de sus hijos.

Por circunstancias que desconozco, la madre abandonó el mundo terrenal, siendo aun muy joven, dejando hijos pequeños.

Quizás al padre se le presentó una mejor posibilidad laboral, o una solución para continuar junto a sus hijos, por lo que emigró a Uruguay, donde se desempeñó en establecimientos rurales.

Allí crecieron los niños, hasta que los varones pudieron cortar el cordón con el padre y hermanos y se alejaron para trabajar; mientras las niñas, continuarían brindando sus servicios, junto a las cocineras de la estancia, que de cierta manera, sustituyeron a la madre, hasta que se hicieron “adultas”, alrededor de los quince años y contrajeron matrimonio.

La mayor lo hizo con un joven hacendado que le permitió llevar a su hermana con ella, para que la ayudara en las tareas del hogar.

Al poco tiempo, ésta también contrajo matrimonio, con un trabajador rural, que se desempeñaba, como peón o tropero, actividad que lo alejaba del hogar, una chacra, donde además trabajaban con los hijos, que fueron llegando con el paso de los años.

Coincidentemente, las dos hermanas fueron madres de cinco varones cada una, que siguieron la tradición paterna mientras dependieron de la voluntad de los padres, y luego, cada uno fue buscando su destino, principalmente en diferentes ciudades.

De los hijos del peón rural, he oído que la vida fue muy dura, de trabajo casi forzado, pasando de uno en otro, que les proporcionara mejor paga.

Mientras tanto, iban aprendiendo distintos oficios y forjando su carácter.

La joven madre muchas veces debió representar al padre, que por razones obvias estuvo ausente, y no vaciló en utilizar el rebenque, para “enderezar” al chiquillo, que osara faltarle el respeto, desobedeciendo sus órdenes.

La escolaridad fue muy escasa, segundo año, quizás algo más, aunque aprendieron como por “ósmosis” lo que la maestra les enseñaba a otros alumnos y todo lo que la vida les fue ofreciendo.

Todas las actividades de la chacra eran realizadas por ella y sus muchachos. Cuando el mayor tuvo ocho años, ensillaba el petiso que les ayudaba en las tareas y junto a otro hermano, llegaban al “pueblo” para vender algunas docenas de huevos, choclos o algún otro excedente.

Al regresar lo hacían con la maleta llena de comestibles: azúcar, café, yerba, fideos y jabón. El resto de lo que consumían, provenía del trabajo de la chacra.

Estos viajes les permitían ir conociendo gente y distintos oficios; panadero, albañil, mecánico, etc.

Así se contactaron con quienes les darían empleo, en ocasiones con cama, lo que significaba un sistema de casi esclavitud. Allí no había horarios ni momentos para el juego.

En las chacras o tambos donde fueron “colocados” por sus padres, pastoreaban las vacas, las llevaban al arroyo, las traían, las ordeñaban, preparaban la tierra para sembrar o recogían las cosechas, y sinnúmero de actividades.

Luego bañarse con agua del molino, o lavarse un poco, antes de acostarse sobre un catre de tijera, cubriéndose con acolchados confeccionados por la madre, o con cueros de oveja, y en noches calurosas a cielo abierto.

El día libre atravesaban campos caminando a veces horas, hasta llegar a un camino, donde pudieran encontrar a alguien, que los acercara hasta su casa.

Allí eran bien recibidos, pronto encontraban cómo “entretenerse”, trabajando en lo que fuera necesario.

Al escuchar sobre esta vida, la emoción me atrapa, me conmuevo al pensar, cuán difícil debió ser, llena de exigencias, de peligros y con escasas gratificaciones afectivas.

Quizás la falta de la madre en la más temprana edad, sumado al prejuicio de que los hombres deben ser fuertes, estuviera en la mente de la madre y le impidiera, abrazar al hijo y dejarlo descansar para reponerse.

El entorno machista donde le tocó vivir, acentuó su carácter fuerte, dándole características masculinas.

Fueron muy pocas las mujeres que ganaron su amistad, generalmente no les tenía aprecio a las jóvenes vecinas que iban y venían, así fueran a algún trabajo.

La recuerdo en mi niñez, sobriamente vestida, el cabello lacio, corto, sujeto con peinetas a ambos lados o con la cabeza cubierta con una pañoleta negra, debido al luto y después de blanco.

Hoy podría decirse que llevaban una vida algo “trágica”, más aún cuando el producto de lo trabajado, era administrado por la madre, ante cuya mirada no se atrevían a mentir ni guardarse ninguna moneda.

Al transcurrir los años e ir tomando conciencia de que no era justo este sistema y que además, tenían otras posibilidades, los jóvenes comenzaron a alejarse del hogar.

Primero buscaron trabajo en la ciudad y regresaban en bicicleta, su primera adquisición importante. Luego, fueron quedándose a vivir en ella.

Pocos años transcurrieron para que compraran un terreno y edificaran una hermosa casa, con amplio fondo.

La vida de la chacra quedó atrás, el padre, aquejado de algunos males, dejó el trabajo de tropero y consiguió empleo como sereno, en una importante casa comercial.

Ya los hijos estaban trabajando y construyendo sus vidas, alguno con familia a cargo.

Quiso el destino que el mayor de ellos, soltero aún, aficionado a los vuelos, perdiera la vida, durante una práctica. Allí la mujer fuerte, capaz de sustituir al hombre en sus más exigentes y duros trabajos, que no vacilaba en hacerle frente a nada, se hundió en el dolor, y se transformó en una débil mujer, vestida de negro; desconocida para sus hijos y con su salud resquebrajada.

Pasaba el día encerrada en la casa, realizaba las tareas hogareñas y la quinta en silencio, rutinariamente.

Ahora los que aún no tenían familia, vivían junto a ella, tratando de no disgustarla.

Se volvió extremadamente posesiva, hacía lo imposible para que continuaran a su lado, en la casa paterna.

El aparente desamor que había mostrado mientras fueron niños, se transformó en un sentimiento casi obsesivo, que tanto molestaba a quienes serían las esposas de los hijos.

Sería a través de las nietas que las aceptaría aunque con algún reparo. Indudablemente que ninguna tendría su molde, un estereotipo con formas femeninas, cabellos rubios, ojos brillantes y azules de mirada casi aguerrida.

Siempre lista para hacer notar “los errores”, el vestido demasiado corto de las niñas, lo poco leudado del pan, etc.; lo que la hacía una persona temible para las nueras y poco querible.

En contraposición era generosa con la comida, que elaborada en forma casi permanente. Sentía gran placer por servir a los hijos con abundantes platos, panes caseros y dulces que preparaba con recetas, que quizás aprendió en su juventud, junto a las cocineras de las estancias.

En el terreno que se extendía hasta una cañada emisaria del río Negro, limitado por un alto cerco de ligustros y paraísos, se podía encontrar de todo: cebollas, tomates, papas, boniatos, maíz, hierbas aromáticas, coles, repollos y hasta algún girasol cuya flor adornaba, a la vez que sus semillas servían para tostarlas o para darles a las gallinas.

No faltaban las hermosas rosas y dalias de diferentes colores y tamaños. Los gladiolos, el tul de ilusión, las marimoñas, alelíes, alverjillas dobles en los cercos y tantas y tantas flores.

En éstas quizás volcaba su femineidad, al presentarlas con orgullo en el centro de la mesa, en el gran florero de loza.

Todo tarro o recipiente en desuso era utilizado para este fin, multiplicando así, el espacio cultivable.

Alternaba los cultivos según la estación, aprovechando al máximo el espacio disponible, dejando caminitos, para desplazarse con la regadera o la manguera.

Recuerdo el momento del riego; me parece sentir la fragancia de la menta, al igual que al acercarnos al final del terreno, recibir el aire más fresco, por la influencia de la cañada.

Este momento era gratamente compartido, aunque no faltaba la recomendación, para que no nos ensuciáramos la ropa, hecho imposible de evitar.

Nuestra curiosidad nos llevaba a querer trasponer el cerco, cuya prohibición era total, no sólo era peligrosa por la profundidad, también, andaban “muchachos”, tratando de cazar alguna nutria o tortuga y ¡vaya a saber, qué nos podrían hacer!

La visita a su casa no era algo que nos atrajera, probablemente terminábamos con alguna reprimenda, por lo que no íbamos con mucha frecuencia.

Esto ocurría especialmente cuando nos negábamos a besar a su amiga, una vecina de edad bastante avanzada, que hoy calculo alrededor de los ochenta años.

Ésta, de rostro apergaminado, mirada escudriñadora y de voz grave, sumada al olor a tabaco y a colonia, nos producía gran rechazo, por lo que demorábamos la entrada al lugar donde ella se encontraba.

Sin dudas que esto no pasaba desapercibido para ambas y entrecruzaban disculpas y justificaciones.

Por varios años mis hermanos y yo, fuimos únicos nietos, los que debíamos almorzar antes que los mayores, para así, no escuchar las conversaciones que tendrían lugar durante el almuerzo.

Generalmente éstas eran de trabajo o algún chisme de vecindario.

¡Qué otra cosa podrían conversar para que no pudiéramos escuchar!

Lo cierto es, que mientras almorzaban los adultos, disfrutábamos los dulces caseros o intentábamos que el loro charlatán, aprendiera alguna palabrota, a lo que nos respondía, con su repertorio de saludos y gritos, que atraían a su dueña.

Un día se abrió la jaula. El loro salió volando, más bien revoloteando con su ala cortada.

Se cayó en la pileta con agua. Lo sacamos casi ahogado y al buscar algo con qué secarlo, no pudimos evitar que se enteraran, lo que significó su enojo y un retirarnos a nuestra casa, directo a la cama; el peor de los castigos para un domingo.

Para la abuela como ocurre con casi todas las personas solitarias, las mascotas constituían su mayor compañía, el loro, su perro y hasta un hurón que le llevaba cosas, hasta el cajón que oficiaba de madriguera, hecho que contaba con alegría.

Por todo esto preferíamos visitarla, al regresar de la escuela.

En ocasiones llegábamos y nos convidaba, con alguna de las exquisiteces, como los boniatos asados en la cocina económica, luego que los engrasaba y envolvía con papel de estraza, por lo que al llegar a nuestra casa, lo hacíamos satisfechos y recibíamos la reprimenda por habernos demorado y no querer la sopa.

En esa época parecería que los adultos, siempre encontraban motivo para el rezongo o la penitencia.

Los niños y adolescentes no tenían voz ni voto, no importaban sus sentimientos, ni apetencias; ni hablar de considerarles derechos; sólo obligaciones.

 El tiempo fue pasando casi rutinariamente para aquella familia y otras, que conformaban la cuadra, hasta que un día se divulgó la noticia, que marcaría sus vidas para siempre. Serían expropiados, porque allí pasaría la ruta que se uniría al puente sobre el río Negro.

Primeramente el espíritu guerrero de la abuela se opuso. Gritó que a ella, no le iban a hacer salir de su casa para derrumbársela. Que demasiado sacrificio hicieron sus hijos para construirla.

Hasta que llegó el momento crucial. El Estado indemnizaría a quienes se vieran perjudicados por esta situación, así que deberían buscar otra casa, en un determinado plazo.

Otra vez como antes al perder al hijo se derrumbó, ante la impotencia, sobreviniéndole, una hemiplejia, que la dejó disminuida.

Sin otra alternativa debieron abandonar la casa, hecha a medida; la que satisfacía todas las necesidades y fundamentalmente que fuera construida, con el esfuerzo de quienes la habitarían.

No había demasiado tiempo, imposible construir una nueva, por lo que compraron una, ubicada en mejor zona, pero muy diferente en cuanto a calidad y comodidad.

Pronto las casas fueron demolidas. A pesar de nuestra juventud también sufrimos por el hecho. Nos unimos al llanto de la abuela.

¡Cómo calmar ese dolor! No hubo ni habrá manera; ni antes, ni ahora.

¡Qué difícil de traducir, todos los sentimientos que un hecho así, produce!

La adaptación a la nueva casa se realizaba lentamente, aunque en realidad nunca existió.

Permanentemente la añorábamos todos, aunque la que más lo sufría, era ella.

El abuelo de carácter más tranquilo, poco comunicativo y menos arraigado quizás por su pasado a lomo de caballo, quizás por sus orígenes canarios, se resignaba y le pedía que lo hiciera, para que no se enfermara más.

Lamentablemente tanta angustia, sumada a un sistema de alimentación no adecuado, determinó que su salud, continuara decayendo, hasta que le fue imposible continuar a cargo del hogar.

Para cuidarla nos trasladamos a su casa, luego de un cónclave familiar. Por primera vez, mi padre nos consultó, sobre esa decisión, haciéndonos saber, que no iba a ser fácil y que deberíamos colaborar, sobre todo con nuestra madre.

Día a día presenciamos cómo se resistía frente a la incapacidad, mostrando el carácter que en otras épocas la hacían parecer, la más fuerte de las mujeres y que la hacía merecedora de nuestra parte, del apodo: “la vikinga”, por compararla con la fuerza de aquéllos, que conocíamos a través de las revistas de historietas.

Han pasado muchos años de aquella época. Hoy comprendemos un poco más, la psicología de la abuela, que no recibió el amor de su madre, porque la vida se la arrebató, como también, le llevara al hijo, que despidió con un: “ya vengo” y lo recibió en cenizas; sumando a esto, la pérdida de “su casa”.

¡Cuántas pérdidas marcaron su vida!

¿Cómo podría demostrar amor, si ella recibió tan poco?