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MaipĂș 960

Maipú 960. Una estrecha vereda, parda fécula de presurosas hormas, ciñe la enfática hostería. Enfrente, el bárbaro y sostenido hambre hiende las enjutas mejillas de jóvenes nómadas, victoriosos reyes de intrusas haciendas cuyos cetros descansan en plomizos labios. Su séquito, mortaja canina de miasmas y extravíos culinarios, recorre con preciso paso (estacados sobre el cuádruple escaño de celofán) remendadas diademas, homéricos galardones de impropias telas. Desde mi ventana, ociosa rendija estructural, observo flamear su bandera. No hay distintivos, broqueles ni blasones. Sólo la imperfecta costura de una mano adicta. Levantan sus trémulas miradas, me observan y desespero. ¡Benditos ángeles! Desde el séptimo entablonado, tosco tallo de alcalinas vigas, enérgicas lozas veraniegas, amarronada sangre del lunfardo rabínico, ese Golem que bien podría ser Tierra, pero humildemente prefiguró la necesidad futura del apócrifo Loew, juego en mi impostura a ser ellos. Coronadas mis frágiles manos con las espinas jesuíticas, henchido el vientre, infectos los brazos de azules venas, una historia ficcionaria que se escurre, lenta, lenta y cándidamente, detrás de la lluviosa Buenos Aires de cristal. Y mientras tanto, los transeúntes arremangan sus pantalones. Y mientras tanto, nuevos reyes codician la cabecera de los capitalinos ramales.