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Relato: Presagios de tormenta

PRESAGIOS DE TORMENTA

 

El sol ha llegado al cenit .Todo el campo se aletarga. Sólo la chicharra cantora le hace frente al sol de enero. El hombre camina lento;  su cuerpo es como un tiento sin el agua, ni alimento. El sombrero de ala corta apenas cubre su rostro, y en su cara enrojecida no tiene lugar el gozo. Sin palabras abre la puerta; el cansancio lo domina. Allí reina el alboroto y la felicidad genuina. Deja el sombrero y se sienta. Los chiquillos lo rodean, la mujer sonríe serena.  ¡Valió la pena el esfuerzo! La risa va llegando al rostro. A pesar del  cansancio Juan se siente feliz. Hace cuatro años consiguió el trabajo de  puestero de la estancia, y en ellos ha podido hacer crecer su capital con la  venta de los lechones, que cría con la ayuda de Inés. La cosecha de grano que  hiciera en el campo que el patrón le asignó, ha sido de excelentes resultados.  Sonríe viendo a sus hijos, que sabe mañana extrañará, cuando se vayan de  vacaciones a la casa de la abuela. El y su mujer no pueden abandonar el trabajo  y sus animales. Después de la siesta continuará con el arreglo de los alambrados  del otro campo. Tendrá que ensillar el caballo porque la caminata de hoy, ya fue  suficiente. De paso irá a preguntarle al patrón a qué hora sale para la ciudad,  así lo esperan ya listos. Ya se han dormido los niños, la madre trajina en la  cocina. El silencio y el frescor de la pieza de adobe y techo de paja, le  permiten conciliar el sueño.

   Dos horas de sueño bastan para que los músculos se relajen y la energía vuelva al cuerpo de Juan. Se levanta directo al pozo, sube un balde que derrama sobre su cabeza y la sacude peinándose con las manos. Quedan aún varias horas de sol, se dirige a las porquerizas para alimentar a los cerdos y proporcionarles agua fresca. Esa tarea le insume parte del tiempo de su descanso pero le reditúa; al igual que la cría de aves que realiza Inés ayudada por los hijos. Ya al atardecer cuando el sol va rumbo al horizonte, ordeña la vaca que les proporciona leche,  queso y manteca que elabora su mujer; y hasta queda sobrante para complementar el alimento de los cerdos.  Al finalizar las tareas  está cansado. El baño antecede a la cena familiar que realizan bajo la luz del farol, para ahorrar la batería. Pronto  se acostarán los niños y mientras la mujer levanta la mesa, él sale para fumar el último del día… en silencio, escuchando los sonidos del campo. Una lechuza pasa y él se persigna. Es algo casi instintivo porque lo realiza sin saber por qué lo hace.  Tal vez lo copió de sus mayores. Ha pasado más de una hora, observa el cielo buscando la presencia de algún fenómeno extraordinario, quizás vea al satélite de la hora veintidós. La luna sobre la isla de paraísos parece esquivarlo, pero sabe que en un rato la tendrá frente a  él. Este pensamiento lo incita para que vaya a buscar a Inés. Entra y la encuentra saliendo del baño, el cabello mojado sobre la espalda y una toalla cubriéndole medio cuerpo. Sin palabras la abraza y besa el esbelto cuello. Ella se deja levantar y llevar hacia el dormitorio donde la deposita sobre la cama. Juan siente que la pasión es correspondida y va a asegurarse de que los niños estén dormidos.  El cuarto está  apenas iluminado por la luz que llega de la cocina. Descorre las cortinas y la luminosidad lunar realza el cuerpo desnudo de Inés que ha mantenido  su blancura  tratando  de no  exponerse al sol y  usando  camisas de manga larga para trabajar. El cuarto se transforma en un idílico lugar y el instinto animal del hombre hace presa de él. Besos y caricias dadas con premura;  no conoce de técnicas amatorias, ni ella más de lo vivido con él; y de que de actos como ese, nacieron  Martita y Julián. Consumado el encuentro carnal, complacido y agitado la besa en la frente. Ella se dirige al baño con la bata en la mano, y al verla tan bella siente un gran orgullo, porque le pertenece.  Se endereza y enciende un cigarro. Sabe que a ella no le agrada pero no le interesa.  Perezoso se levanta para ir al baño y en la penumbra se encuentra con Inés que sale del cuarto de los niños.  Ha ido a asegurarse de que los mosquiteros estén bien colocados. Casi sonámbula llega a la cama donde espera dejar su cansancio. Mañana, luego de la hora del almuerzo  viajarán a la ciudad con el patrón.

 La noche transcurre hasta que los despiertan todos los sonidos que emanan del campo. Estos se van sumando a medida que se borran  las estrellas, y por el Este aparecen los albores rosados y anaranjados del amanecer.  Identifican los silbos y trinos, el mugido de la Mimosa, y de alguna otra vaca, los perros  y tantos sonidos más. Por todo esto, bien vale vivir en aquel lugar apartado de  las tentaciones de la ciudad. Cuando Juan se levanta,  Inés ha calentado el agua para el mate y sobre la mesa  de la cocina un plato desborda de rodajas de pan  horneado el día anterior, y abundante queso. Pocas palabras median entre ellos. No son necesarias .La rutina las hace obviarlas; ya saben los siguientes pasos. Él se irá y ella tiene sus actividades dentro y fuera del hogar, además debe preparar a los niños para el viaje.  Deberá tener todo pronto cuando venga Don Luis, por eso se mueve presurosa sabiendo que su marido la observa.  –Me voy ¡vuelvo a las once! le dice.  Y se va sin darle el beso acostumbrado.  De alguna manera le muestra el enojo por el alejamiento de los niños. No necesita que se lo diga. Con la actitud basta.

Y así ocurrió todo, tal cual lo planificado; y partieron con el patrón que llegó en la camioneta rural. Juan los despidió con un fugaz abrazo, para no demorarlos.  Un rictus le ensombrecía la mirada cuando Inés lo saluda ya instalada en el asiento delantero.

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La tarde se sucedió como cada día, y a la hora en que el sol se perdía detrás de una colina lejana, vio venir la camioneta y su corazón tuvo un sobresalto. Su mujer regresaba sola con el patrón.  Fue en ese momento que se percató de que no había pensado esa situación. Tan absorto en su trabajo no lo había previsto.

Por su mente pasaron negras nubes y no se acercó a recibirla. La esperó  junto a la puerta y saludó al patrón con un   -¡Gracias!

Ya adentro de la casa Inés lo interroga

 –¿Qué te pasa Juan?

 -¡Nada!….¿De qué hablaron?

 –De los niños, que ya están grandes.

-¿Y de qué más?

-De que si me gusta el campo… y si somos felices.

-¡Qué más!....Qué más!

-Juan! ¿Qué te pasa?

-¡Qué patrón! ¡No vas más sola con él!

-¿Por qué Juan? ¿Por qué?

 

Juan ya no la escucha y se acuesta sin cenar. Está enojado consigo mismo y hoy no le apetece abrazarla y poseerla. Nada le ha dicho del vestido que trajo puesto. Su instinto de macho primitivo y posesivo lo tiene en guardia, y el enojo lo aleja. Varias veces se levanta durante la eterna noche que enluta el campo. No se aprecian  la luna ni las estrellas. Solo las luciérnagas dibujan  en la oscuridad sus vuelos y aterrizajes. La temperatura nocturna no ha descendido y en el ambiente está latiendo el preludio a la tormenta. Hace días que esperan las lluvias, la tierra clama y se abre en surcos, el nivel del agua del pozo desciende día a día, y de no llover tendrán problemas, especialmente por los animales.

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Se levanta muy temprano, el calor no le permitió descansar y tiene mucha tarea para hacer.  Sale directo al campo, va en busca del caballo y lo trae al bebedero para que sacie la sed. Luego lo ensilla. Antes de partir ingresa a la casa, va al cuarto de los niños  y al no verlos empeora su ánimo. Busca el sombrero y el cuchillo que cruza en la cintura como cuando hay faena y sin despedirse monta en el tostado, llevando la caja con las herramientas.

Inés lo ve irse y no se atreve a hablarle. Espera que se le pase el enojo y para eso lo recibirá con  el flan que tanto le gusta. Con este pensamiento se dirige al galpón para buscar la ración para las gallinas. Mientras camina, trata de hilvanar una canción que está de moda en la radio. Ella también extraña a los niños, pero sabe que van a pasar muy lindo con las tías y los primos. Recuerda su niñez y sonríe, mientras  espanta a las plumíferas que se le abalanzan profiriéndole algunos picotones. Recoge los huevos y se dirige a la casa. La lluvia parece estar cerca. El silencio ha ocupado el espacio, no se oye a los animales; las aves en las ramas observan quizás expectantes. El molino ya no mueve sus brazos ni deja  que sus lamentos afloren.  Por suerte Juan siempre  tiene varias baterías como reserva de energía.  Eso le permite  escuchar la radio y así enterarse de lo que ocurre en la ciudad;  los precios de los artículos y de los huevos, que Juan lleva hasta la estancia, para que el patrón se los venda. Entretenida con las tareas y preocupada por la tormenta, casi no se ha acordado delos niños,  especialmente de Julián que es tan inquieto, porque Martita se dedica mucho a la lectura y casi no se escucha.

 Es media mañana y Juan trabaja en los alambrados.  Su mente atormentada nada le envidia  al negro del cielo de ese día de enero, que hoy se asemeja más al de junio o agosto, aunque la temperatura elevada lo desmiente. Una bandada de alguaciles es señal de viento. De pronto ve  a lo lejos que algo se desplaza rumbo a su casa. Le parece el auto del patrón… el que usa la señora,  pero ella no acostumbra ir por su casa. No encuentra explicación y la angustia  se apodera  de él. Abandona la tarea dejando todo y monta el caballo para hacerlo atravesar el campo por sobre el plantío sin cosechar. De haber sabido hablar, quizás le hubiera preguntado  ¿Qué te pasa Juan? ya que esta, no era su manera de actuar. En minutos recorre la distancia hasta la casa. Va dispuesto a todo y al bajar del caballo, desenfunda el cuchillo y entra profiriendo un grito estremecedor  - ¡Inéees!  Frente a él, Inés, el patrón y la señora del patrón desembalaban un televisor, que les trajeran para los niños.

-¡Buenas tardes Juan!   Saluda Don Luis extendiéndole la mano.

            Juan no puede hablar.  Lentamente deja el cuchillo sobre la mesa, y estrecha la mano que se le ofrece.  Muy nervioso y confundido no recuerda el nombre de la patrona y murmura. –Gracias Señora... los gurises  se van a poner contentos.

El patrón instaló el televisor sobre la única mesa de la casa, por lo que comenta: “Mañana traeremos una para que lo puedan mover”.

  Sin emitir palabra, cabizbajo y desconcertado sale  lentamente.  Pocos minutos después comienza a llover… Lejos de desencadenarse una gran tormenta,  el agua cae suavemente, y como un bálsamo acaricia el rostro de Juan,  que llora mientras desensilla el caballo que dejara junto al pozo.