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Carta a un muerto

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El silencio es el verdadero crimen de la humanidad.

Mauricio Rosencof

Tu tumba es lo único físico que poseo para recordarte, porque no me queda nada tuyo, ni siquiera una foto, ni si quiera tu cuerpo sepultado. Sólo una lápida de cemento con tu nombre, con tus fechas, con una frase religiosa esperanzadora. Pero eso me basta, porque todo lo tuyo se perdió en esa noche. Te me perdiste tú.

A veces, en esos días donde tu ausencia me golpea más el alma, pienso que si no me hubiera ido, tú seguirías con vida. Pero tuve que irme, tuve que dejarte. Porque acá, no había dinero para la comida, para la ropa, para sanar las enfermedades, no había dinero para nada. No sé porque nunca llevé una foto tuya, es que nunca pensé que cuando regresara no te vería o que me encontraría con esto. Y cuando me fui, nadie creyó que el León ganaría. Y mucho menos que la neblina se llevaría a esas personas que vagabundeaban a altas horas de la noche por las aceras frías de Quito.

Prometí llamarte el primer domingo de cada mes para saber de ti, de tus necesidades, si el poco dinero que te llegaría a mandar por los menos te ayudaría a vivir un poco mejor. Y así lo hice, siempre te llamé, nunca dejé de mandarte dinero.

Aunque la situación por allá no estaba mejor que acá, era preferible que estar bajo las garras del León. Todos los días en el segmento de internacionales veía como en Ecuador desaparecían personas por las noches a causa de la neblina. Por eso, te pedí que tuvieras mucho cuidado, que no caminaras por la madrugada, porque la casa en la que vivíamos estaba al pie de la montaña y la neblina llegaba a cubrirla toda, podría pasarte algo. Yo no lo resistiría.

La última vez que hablamos, las cosas parecían salir bien, nuestras vidas comenzaban a tener una apariencia de perfección, fue entonces que empecé a preocuparme. Porque la vida no puede ser perfecta y cuando lo es,  significa el presagio de que algo muy malo va a pasar o está pasando y lo ignoramos. En el mundo no puede haber sólo felicidad, ni sólo tristeza. Siempre debe de haber un equilibrio que mantenga en orden la línea de la vida. Pero en ese entonces tenía esperanza y comencé a creerme que si todo salía bien era porque nos lo merecíamos, después de todo por lo que habíamos pasado. Así que dejé de preocuparme y seguí trabajando para ti. Jamás me imaginé que esa sería la última llamada que me contestarías.

Tu desaparición causó revuelo en todo el mundo, fue la más grande de todas y la última (aunque nadie aún lo sabía). Porque la neblina no sólo te había llevado a ti, sino también a la casa. Yo me enteré por el noticiero, nadie fue capaz de llamarme. Regresé inmediatamente.

Por esas fechas el León estaba saliendo y cómo no se encontraban causas científicas para las desapariciones, para tu desaparición, nadie volvió a mencionar lo sucedido y mucho menos cuando las desapariciones cesaron. Todos callaron.

Ya nadie se acuerda. Sólo los que vivimos la desaparición de un ser querido nos acordamos, porque sentimos su ausencia, los llevamos en la memoria. Pero a los otros, por lo menos les queda una fotografía, algún objeto. A mí, no me queda nada tuyo, más que mi frágil memoria que intenta no olvidar tu rostro, tu voz y esa manera especial de mirarme a los ojos. Cuanto más pasan los años, más difícil se me hace recordarte.

Aunque sobrellevar tu ausencia ha sido difícil, puedo decirte que no me va del todo mal.         He estado tanto tiempo por allá que a veces se me sale por ahí lo mexicano, tengo también otra familia, porque a pesar de que tú no estés, siempre serás mi familia. Todos ellos están hoy conmigo, viajaron para conocerte, están entusiasmados. Te hemos traído -como es la tradición- colada morada y guaguas de pan. También unas flores y unas cuantas velas. Y por supuesto, esta carta.   

Te amo.

3 de noviembre de 1993

  P.D. Perdona si no vine antes, se me era difícil hacerlo.