FERNANDO CARDONA

DULCE ABRIGO

 

DULCE ABRIGO

 

Comenzaba enero de 1.983.

 

Terminadas mis vacaciones de docente regresé a Puerto Berrío, población del Magdalena medio, donde entonces trabajaba.

 

Ya en el parque principal del puerto, a eso de las tres de la madrugada,  me bajé del bus y caminé unas seis cuadras, hasta la casa de mi amigo Sigifredo Rentaría, con la intención de descansar allí, mientras amanecía, pero por mas que toqué la puerta, esta nunca se abrió y entonces decidí encaminarme en busca de la casa de mi compañero de trabajo, el profesor Jairo López, quien vivía carrilera  arriba.

Me encamine pues hacia la carrilera y una vez sobre esta, marche sobre ella y de pronto empecé a pensar que en lugar de buscar la casa de Jairo López, caminaría sobre la vía férrea hasta el amanecer, pues ningún afán tenia por llegar a ninguna parte, y nadie me esperaba en parte alguna de aquel pueblo, al cual solo regresaba por la necesidad de trabajar para sobrevivir, pues allí había perdido hacia dos años y medio mas de la mitad de mi vida: a mi mujer Gloria Elsa Vélez Martínez, fallecida a causa de un infarto, y con ella a mi hija, hija que nunca pude ver, ni sentir entre mis manos, ni escuchar su llanto, ni nada, porque murió en el vientre materno, junto con su madre.

 

Absorto en mis nada gratos pensamientos seguía caminando carrilera arriba, ya decidido a avanzar por allí hasta al amanecer y luego regresar al puerto y buscar donde alojarme.

De pronto se me ocurrió levantar la mirada hacia lo largo de las paralelas de los rieles y alcancé a vislumbrar como a cincuenta metros delante de mí a dos personas al lado de la vía, una sobre el piso y la otra de pie. Con cierta precaución me ubiqué de modo que mi presencia fuera lo menos visible posible y seguí avanzando muy despacio y procurando evitar producir ruidos con mis pisadas. Ya mas cerca vi con claridad que se trataba de una mujer, en el piso, sentada con las piernas muy abiertas, y un hombre, de pie a su lado, hablándole sin que yo entendiera que decía. Decidí acabar de llegar hasta el lado de aquella pareja que parecía en dificultades y los saludé

 

-Buenos días, como están ustedes.

Mientras los saludaba, vi que aquella pobre mujercita acababa de parir allí, en medio de la carrilera, a una criaturita que yacía sobre sus muslos.

 

El hombrecito que  acompañaba a la mujer, me miraba como entre asustado y  complacido, lo uno porque yo era un extraño en aquellos parajes, y lo otro, porque quizás veía en  mi la posibilidad de alguna ayuda a su lamentable situación.

 

-Buen día señor, me saludó el hombrecito, vea uste en que problemas estamos, esta pobre de mi mujer donde vino a parirse, íbamos pal hospital y no aguantó y aquí fue esta vaina.

 

-Ay amigo, que cosa tan complicada, pero sabe que, amigo? Si usted confía en mi, yo puedo ayudarles, y mientras hablaba me quitaba el buzo o saco de lana que llevaba puesto, porque aunque Puerto Berrío es muy caliente, en las madrigadas se siente frío.

 

-Déme a su hijito amigo, póngamelo acá, sobre este saco para darle calorcito, yo voy corriendo con el al hospital y usted como pueda acabe de arrimar a su mujer también hasta allá.

El hombrecito no tenía alternativa y sin pensarlo me entregó a su hijito.

 

Yo lo abrigué lo mejor posible con mi buzo, lo acomodé contra ni pecho, y lo cubrí al máximo con  mis manos.

 

-Muévase amigo con su mujer, en el hospital los esperaré.

 

Y tan rápido como pude eché a caminar de regreso sobre la carrilera, con rumbo al Hospital La Cruz, de Puerto Berrío.

 

Mientas caminaba me decía en silencio: que bueno que se salve la vida de este niñito, que se salve, que se salve, que viva este niño desconocido para mi, que pueda yo hacer algo por esta pequeña vidita que tiembla entre mis manos, ya que no se pudo salvar las de mi mujer y mi hija, hace dos años y medio.

 

Aunque el trayecto a caminar no era muy largo, se me hizo eterno, y entre mis tristes pensamientos y mis buenas intenciones llegué al hospital, entregué la pequeña criatura, envueltito en mi buzo, a una enfermera con cara de trasnochada y expliqué lo ocurrido, anunciando que atrás venían la madre y el padre del niñito .

 

El bebé fue recibido y llevado a alguna parte dentro del hospital a donde no se me permitió entrar, y entonces opté por esperar en la puerta principal hasta que llegaran los padres de aquel pobre niñito.

 

Tras largo rato al fin llegaron, fueron recibidos en el hospital, el hombrecito se deshizo en agradecimientos para conmigo y pidió volver a verme. Le prometí que buscaría su vivienda para que me devolvieran el buzo que sirvió de dulce abrigo a su hijito.

 

Allí los dejé y en silencio me encaminé hacia el centro de Puerto Berrío, en busaca de un café caliente, pensando esta vez en lo dichosa que seria aquella parejita, con todo y la miseria que se les veía en sus caras y en sus tristes figuras, al lograr salvar la vida de su hijito, lo cual yo no había conseguido, no obstante contar con mejores recursos que ellos.

 

Dos o tres días después, ya en pleno día, en compañía de mi amigo y colega Héctor Redondo, fui en busca de  aquellas personas con el fin de felicitarlos por su hijito, en cuya llegada a la vida, de alguna manera yo había participado y recuperar mi buzo, que dicho sea de paso tenia para mi un especial valor afectivo, porque lo había recibido como regalo de mi excuñada Gladis Vélez, hermana de mi ya difunta compañera Gloria Elsa.

 

Preguntando aquí y allí, llegamos hasta la pobre vivienda de aquella parejita. SE TRATABA DE UN RANCHITO DE NO MAS DE 2 METROS CUADRADOS, HECHO DE TROZOS DE TABLAS, CARTINES Y LATAS

 

El señor no estaba, la señora si, y como pudo se levantó del cambuche donde reposaba, me miró como sorprendida, en sus labios pálidos y resecos había una mueca que parecía una sonrisa, me entrego el buzo, me dijo

 

-gracias,

-Dios se lo pague,

-el niño murió.

 

No dije nada, la saludé con una inclinación de cabeza, di media vuelta, caminé un rato carrilera abajo con mi amigo Héctor al lado.

Paré bruscamente, Héctor también detuvo su caminar, el como que adivinaba mis pensamientos. Me miró larga y profundamente en silencio, mordiendo sus labios, a la vez que movía su cabeza de lado a lado, como en un gesto de desaprobación.

 

Yo rompí el silencio y  dije

 

-Vea uste viejo Redondo,

-vea uste la güevonada de mi vida.

-Todos los que se involucran conmigo, se mueren,

-que güevonada es mi vida.

 

No se habló más. Amarré mi buzo a mi cuello, buscamos  una cantina y nos emborrachamos