Mario Santiago

MELCHOR

En la casa aún sin terminar.

Postergando un molesto pensamiento.

Un cuarentón de mirada cansada.

 

Cuyo salario de un mes bastaba

para dos bolsas de cemento

en el mercado irregular.

 

Se miró en los ojos de su hijo de tres años.

Sintiéndose ridículo, torpe y abrumado.

Eran como los suyos, pero extraños.

En algún recodo había olvidado.

 

Sin saber cómo, en el ingrato camino

hacia la madurez, la maldita forma

de mostrar el amor, casi el desatino

que sentía por el niño, que era su luz y su alma.

 

Pellizcó suavemente la naricita respingona.

Forzó una sonrisa y con cómplice sorna

dijo: mañana es seis de enero.

Los reyes magos visitan a cada niño bueno

 

Entrando por las rendijas, astutos y someros

ocultando sus regalos en los sitios más esquivos.

Y mientras hablaba, el hombre fingía otear en lo oscuro

 aquellos portadores de algún deseo.

 

El pequeño ceñudo, inopinadamente

fue callado al cajón por un juguete.

Volvió con una pistola de militar.

Besó a papá y a mamá y se fue a acostar.

 

El padre comprendió que había descrito

las maneras que al barrio habían asolado

donde casi cada lujo era como un grito

sostenido por el doble esfuerzo de un enrejado.

 

A las tres de la hueca madrugada

un estampido que brotó del sueño

hizo saltar al padre de la cama,

entre él y su esposa faltaba el niño.

 

Lo halló ante la ventana

empuñando aún el arma

contra un bulto que lloraba

envuelto en una capa dorada.