Sara (Bar literario)

Invenciones

a Fernando


Habíamos inventado colores para querernos. Como al azul del pájaro, volando en el país de un árbol de setecientas camas clandestinas y corazones enflechados, con iniciales parecidas a crucifijos o pasas estorbando en el pan anestesiado de vino, le llamaste “rovino”; todo porque aquel día habías visto,  una oveja saltando en el lado rojo de un horizonte cayendo como número en mi corazón semi- insomne.

 

Habíamos inventado olores para descifrarnos. Mezclabas en tu camisa el aroma de un -hasta luego- curtido en la parodia de - mañana te veo-, yo por mi parte,  escondía en las lámparas,  la fragancia de la oscuridad absoluta para perdernos en los escondijos de la hierba después de haber esquilado las alfombras. Llegaba el otro día, en aquellos parpadeos cenicientos de gemidos, retorciéndose en el único aroma, que no nos pertenecía.

 

Habíamos inventado sabores para reconocernos. A la gélida boca de una rutina agazapándose en la usura de esta arena de alquiler, la presentíamos con todo el gusto de los granos del café. Nos era amarga su lengua en el paladar, pero tan exquisita en el túnel de la  garganta. Solo el café puede anestesiarte el límbico -en la promesa- de vivir para amarnos, al contrario del tic-tac  de un reloj proclamando: si aman es para pretender que no mueren, o como ese otro sabor de un ojo tuerto en los rieles de una botella bostezando, otra demoledora mentira, que aplastaba la lucidez de una eternidad amatoria tan esporádica, como una moneda sobresaltada en la memoria sombría de un pozo.

 

Inventamos pretextos para perdernos. El primero fue  el pájaro azul fallecido en el árbol amputado,  por un complejo de baches y ventanas con vista al pavimento; luego estuvo tu olvido frecuente de regresar después del hasta siempre, y mi consiguiente hastío por cortar la maleza que entorpecía el deslizarnos por el jardín, aunque sobra decir, las alfombras tenían para entonces, todas las hebras engomadas y frígidas en su sitio. Y fue cuando ese aroma, comenzó a pertenecernos.

 

El último pretexto fue quedarnos con el café hasta la punta de la lengua, contar los segundos del sonido ensordecedor de nuestra bomba  en el pecho y echar todas las monedas, hasta las faltantes, en el cerrojo de ese pozo para abrirlo, y dejarnos ir en sus aguas, hasta convertirnos en dos ondas agonizantes en el punto mismo de su nacimiento

 

Habíamos inventamos todo, menos, el verdadero amor.