Mario Santiago

TRIGLICÉRIDOS

La puta despertó sobresaltada

atrayendo hacia la penumbra del cuarto

sus recuerdos, para saber donde estaba

 

…era la casa lujosa del hombre del auto caro.

Distinguido, de pelo entrecano, cínico e impotente

con una dolorosa desesperanza como un halo

 

que enternecía sus prevenciones de profesional reticente

a entregar de sí misma lo que no tenía retribución:

sus sentimientos, ocultos en un diario de adolescente,

 

agazapados en un viejo espejo en su rincón

secreto, en una parte ajada de la ciudad populosa,

adonde volvía solitaria, ajena al deseo y al rencor.

 

Sentía en el clítoris remojado una molestia pegajosa.

El hombre no se hallaba a su lado, habría ido al baño o a la cocina.

Recordó el esplendor de la bañera, estremecida por el codazo cómplice de la avaricia.

 

Consideraba el encuentro de la noche anterior una gracia divina

y un premio a su talento, heredado de alguna matriz ancestral:

era la hija de Sigmund y la madre de la primera Geisha.

 

Era una artista incomparable, una trabajadora social

que entre sus cálidas y expertas manos de seda

hacía de cualquier hombre un Stradivarius en un allegro celestial.

 

Purificado por el placer, como restregado con greda

para sacarle de encima la mugre castrante de la rutina

ensamblada con deberes y frustraciones como una lágrima de Jesús fosilizada.

 

La música terminó, había asistido a sus pensamientos discreta, con sordina,

sólo entonces la mujer se percató de toda la melancolía con que

la voz de Billie la había poseído, Billie que fue puta también, y lesbiana.

 

La mujer saltó de la cama, vestida por las sombras y una sonrisa de

juguetona concupiscencia, anduvo descalza sobre el enlozado

con los pezones enhiestos. La casa la iba cubriendo con una pesadez informe

 

La casa estaba poblada por caras tristes y rumorosos sonidos del pasado

que contemplaban quietas el fracaso del último de su linaje,

rostros espantosos en la oscuridad recorrida por un aire helado.

 

La mujer se sintió perdida en un enigmático pasaje

de Dédalo, era una partícula olvidada de la Humanidad

que nadie echaría de menos; se descubrió débil, vulnerable.

 

Algo intangible había borrado todo el poder de su feminidad:

¿el abandono?, ¿las sombras?, necesitaba algún filoso razonamiento

que la librara de esa sensación de ser una víctima de la maldad.

 

Anduvo más rápido por los corredores vacíos, el tiempo

pareció detenerse, en contraste con los aprensivos latidos de su corazón.

¿Y si su galán fuese un monstruo perverso, el asesino del cuento?

 

De aquel cuento resabido en que una mano diestra, guiada por la sinrazón

destripaba mujeres, dejaba sus órganos expuestos como en una feria macabra.

Mujeres sin nombre como ella, que acabaron en el copioso montón

 

de las vidas malgastadas. Y si ese tipo fuese la obra

fatal de un padre que siempre lo trató como a un ser inferior

un padre de esos, como el de Bix, de severo gesto y palabra

 

que jamás parecen satisfechos con su hijo. Si su padre le negó el favor

de darle crédito como Hombre. Padres que no saben mostrar afecto

y, sin embargo, padres por los que uno no puede dejar de sentir amor.

 

La mujer huía ahora enloquecida por su propia imaginación, su aliento

entrecortado y quejumbroso guiaba los pasos del mal que la perseguía,

veía su cuerpo, antes glorioso, ensangrentado y roto.

 

Una mano de hierro le atenazó el hombro por detrás, sintió que desfallecía