Isaac Amenemope

AÑejoman

Recuerda como el humo del primer tabaco la lírica hueca que la experiencia se encargaría de rellenar de convicciones. Pero de qué modo cruzar al otro lado del abismo, sino creyendo en la canción de cuna, en la promesa de un nuevo día, en la permanencia del contacto, en el puente del amor.

Territorio nuevo, por otros desde hace ya mucho tiempo diezmado, pero sólo en sus fronteras… Ahí la pesadilla y el sueño siguen con la cópula, disputándose el día y la noche, pasándose la saliva saborizada con todo lo cumplido, agarrándose de las manos para no caerse.
Por lento que se presente, el cambio adosa la verdad, y ella habla en cualquier idioma mientras la figura se detiene y cae petrificada. Se limpia las emociones como en un espejo, infragmentable lágrima, se corre adentro, se aquilata y magmatiza el temple.
Es la salud la única paga para tener acceso a la belleza, y a lo que se guardan las miradas. Sería capaz de todo por llenar la lista de pecados, que quedarse a la mitad con las manos vacías de maldición y de pureza, arrepintiéndose de lo que falta por hacer.
Caimanera entre el suicidio y la tragedia, el universo de juegos serios, que se agarra de los números con fuerza para que los impulsos galopen. Fría la piel se vuelve de no conseguir las plantas que hay que masticar, por eso camina más allá del horizonte, dejando en las sombras la figura dualizada por el placer de resultar poseído, adentrándose en la vecindad cósmica, de ojos que resplandecen, de ventanas que se airean, de imperecedero gel, de conserva inconsciente.
Es por no querer ya más que la tranquilidad se aparta, a experimentar con otra clase de inquietudes, a temblar de miedo en otras catástrofes, a reponer el valor que otros perdieron. No hay identidad posible, luego de dejar de verse. A quién enfrentar, ha de haber luz por todas partes, que ciego ha quedado el sol revolucionario, hundido en un colchón de masturbatorias perturbaciones, probando a acabar cada cien mil años.
Todo es posible, menos quedarse dormido para siempre, o despertar siendo el mismo. Es sal y azúcar el destino que ha de afrontar el desatino. Es imbordeable el universo, sin un punto o una línea, pero la infinitesimal garúa que humedece el jardín de los deseos, ¿no está circunscrita a la fruición y al desenlace de los sentidos?
Ahora es rico, por tener llenos de lides y tempestades los bolsillos, y todo lo paga con palabras reusables. De la seguridad, por no esperar nada de nadie brota la mueca, y se hace pantalla detrás de la risa. Si apenas queda tiempo para aprender a reír… Habrá para ello un recinto, o un amigo, que fuere capaz de ignorarle; habrá el día en que sólo le quedarán las nubes y los árboles, y será el suelo subjetiva caminería de mareado cristal con el mundo pasando por debajo.
Así se puede llegar a estar de borracho, por la vida, más no por virtud, a quien le importa, aquello que no sería capaz de corroborar por sí mismo, o darlo por perdido para siempre. Lo seguro a la mano, cualquier clase de arma, menos el verbo, o la franqueza… Locura: brillante salida para quien todavía está cuerdo, a punto de estallar en un punto ausente, la sangre le hierve en la cabeza, se entorbellina el deseo, y es pura dureza, pura e interminable respiración.
Así termina la historia. Se puede llegar a olvidar lo que se debe hacer, y hasta rodar por una ladeada cuesta de materiales inconscientes, hasta el fondo donde yace toda necesidad de volver a la luz, al primo impulso carente de fundamento o escapatoria.
Es al cielo la consciencia, los pies de quien la discierne, en silla sedada, con representación al frente, y una cara más cerca de la muerte. Hasta entonces es el mismo, no el ángel, el intruso, ni el fantasma, o el alter. Es quien le mira con la certeza de que se está viendo a sí mismo, porque no consigue ver más allá de sus ojos la profundidad del abismo del otro. Es quien le puede regalar un último instante de felicidad, o empujarle al enfado y la ira para que lo pierda de nuevo todo:
Presiente la depresión, le toca dormir a la belleza, descansar al cauce de la serenidad incluso. Viene por las calles cuesta abajo como dejambre de autos, llevando a las personas en un incesante vapulear de cuerpos plásticos. Son todos ellos separándose, mientras los invisibles hilos del sol tiran sus deseos, arrastrándolos por las rugosas curvas de la montaña para pasarlos al otro lado. Son todos ellos dividiéndose; en sortilegios de extenuada forma. Son todos ellos perdiéndose de vista en las finitas celdas que el hambre amolda.
Está allí, insistiendo en empujarle adentro. No hay bar, teatro o aposento… La pesadumbre derrama de los árboles tiznados, mezclándose con el polvo veraniego, y la grasa de las máquinas. No hay modo de dejar de tocarlos, no hay manera de evitar ahumarse.
Pasea por esa atmósfera, y es la misma arena en la que se ha revolcado siempre, con la infinita música de fondo, haciendo lo propio. Es necesario andar por ese túnel, lleva al fondo del abismo, donde no existe gravedad para el beso, el abrazo o la caricia. Es necesario apresar ese silencio, sumergir la voluntad en el poder seguir despierto; o perderse de todo en un instantáneo soborno de la obscuridad.
Tendría que correr, pero la locura ya ha sido alcanzada, y en vez de sudor y jadeos, se harta de traslúcidas visiones y desmedidos ruidos… Para qué aullar, las energías deben guardarse para pestañear. Lo hablado es pura orden…,¡y ay de oídos sordos!...
Así es el cántico de la depresión, vibra en sus células, le dice que ha muerto, mientras la soledad se reitera en la gama de perfumes que nadie más altera, mientras la estanca permanencia de la consciencia sirve de lecho al pensamiento que se precipita.
Batería descargada, tanque vacío, cables auxiliares rotos, triángulo de seguridad sin piezas, robot desaceitado, calcetines hilachados, refriega automática, pista de baile resbalosa, señal de huida::: Sobra para dónde correr, pero faltan las fuerzas. Sobran los billetes, pero no hay prostitutas instruidas, mucho menos de su edad señoritas.
Riega sus propias pencas; que es reina la paciencia, y vasto el río de los dioses. Astronómico el hígado el del abstemio, explayada y desértica la pradera del analfabeto de las sensaciones; blanquecina la mirada del búho.
Si es invisible a la verdad, lo visto una danza de sombras, campo de niños listos para reírse de la inutilidad del mundo, para echarlo a perder todo en un lúdico arrebato. Sabe lo que va a pasar, por eso se detiene, intentando quedarse la aventura de ignorar que también existe, un por qué no, un impulso, una señal poderosa que remueve aquello que es inestable para empujarlo a favor de la incertidumbre, para que se pierda para siempre.