Diego Pérez

Un día de Noviembre

Un día de Noviembre


Siempre fue difícil para mí despertar un lunes a las cuatro de la madrugada, el calor tranquilo y poderoso que inundaba mi cuerpo, plasmado como si fuese eterno y a la vez compañero recorría lentamente cada hebra, cada hilo que enredados entre sí  formaban mis cobijas.

Si, otro día más, tenía que resignarme a dejar eso a un lado  para poder abrir nuevamente los ojos al mundo y poder llegar hasta la universidad, pues tenía que estudiar, tenía clase de seis. Bañarme con agua fría, ponerme ropa que a veces amanecía húmeda  ya que quizá las partículas de agua con su acariciar tenue y muy leve se consumaban en llovizna y se inmolaban en mis camisas y pantalones, llovía en la noche anterior si, y los rayos de luna no tuvieron ninguna preocupación en desaparecer cuando la niebla imperaba.

Coger un transporte público, demasiado caro y sin condiciones dignas, para ser más preciso la ruta 494 en donde a veces veía los rostros de las personas resignadas a su destino, empapados de maquillaje para camuflar sus fracasos y con sus miradas puestas en el anhelado día de la quincena, el camino es largo, hora y media de pensamientos, siempre buscando la forma de una verdadera liberación,  pero yo había decidido estudiar y había asumido todas las consecuencias, buenas y malas, que esto traía.

Siempre me agradó la universidad, sobre todo aquella, si, la que está más cerca del firmamento, en donde la caótica ciudad se muestra muy pequeña y las estrellas viajantes se estrellan y nos rozan las mejillas, la llaman la distri, la macarena, que por cierto extremadamente diferente al colegio. Ella era en verdad mi segundo hogar, en cuerpo, porque estaba de seis de la mañana a seis de la tarde, y en alma; al parecer un estudiante de universidad pública aprende a querer más su universidad, puesto que lucha realmente para entrar y cumplir su sueño.

En fin, el día en que todo comenzó no fue un lunes, fue un viernes y yo tenía clase de seis de la mañana, me bajé en la décima con 26 del bus faltando 20 y comencé a subir rodeando la plaza de toros, mientras la majestuosa música de Aztor Piazzola danzaba  y se exaltada empeñándose  en cubrir  todo  al interior de mi cabeza, si aquel Libertango, imposible no dejarse llevar por su crescendo o la sagrada milonga del ángel, que a cuatro guitarras no podría ser más hermosa.

Cuando me bajé del bus también encendí un cigarrillo y fumé con gusto, dejando que el humo hiciera su trabajo y se esparciera así como las piedras se alborotan con el andar del rio, en mi boca, mientras fumaba caminaba lento y a lo lejos dos compañeros míos subían corriendo “Irán tarde para algún parcial” pensé yo ingenuamente, sin ninguna perturbación.

Quise acercarme y a pesar de que ellos estaban ya muy cerca, sus mirabas se encontraban lejos ¡Qué ironía! tan cerca y a la vez tan lejos. Sonreí siendo algo sarcástico y a la vez extrañamente, mientras tanto la brisa juguetona pero muy fría no dudaba ni siquiera un instante en estrellarse con mi cuerpo, era tan fuerte, tierna y a la vez escalofriante que era inevitable no estremecerse con su bombardeo. Mi gorra salió volando junto con el audífono izquierdo, que posaba inerte y tranquilo sobre mi oreja.

Ahora podía escuchar mejor, el pulso que marcaba el compás del primer movimiento de la catedral de Barrios se mezclaba y confundía con el agresivo palpitar del corazón de mis compañeros, parecía como si los dioses quisieran destruir el cielo con sus tambores, ellos estaban agitados, algo sucedía en la cúspide de la montaña y la macarena aún a quince minutos se veía lejana, perdida por la neblina que la escondía en el horizonte.

Y siguieron corriendo apagué mi cigarrillo y comencé a correr también sin saber por qué, y sí, después de doce minutos la puerta trasera se veía exaltada, paradójicamente por donde entramos a la universidad, es la puerta trasera, si, a la macarena se entra por detrás. A pesar de ello la gravedad del asunto no era tenue, la luz que iluminaba el futuro se encontraba borrada, la sangre era el eco que relucía entre los muros llenos de memoria. Estaban puestos en el piso como cualquier partícula de polvo, diez cabezas entre docentes y estudiantes (los trabajadores ese día no asistieron), cercenadas desde adentro, sus cuerpos estallados eran el tapete que abrigaba el piso de la macarena.              

Era un espectáculo sombrío y lóbrego. Reconocí a tres profesores que me dictaron alguna vez una que otra clase cuando estaba en primer y segundo semestre, pero la imagen que me destrozó por completo fue la de Emilio, le conocía desde que íbamos en octavo grado, siempre estaba feliz y contando chistes estúpidos, era un mujeriego y bebedor de licor adulterado, fumaba con ademanes algo afeminados pero era eso casi siempre lo que atraía a las mujeres, sus ínfulas de intelectual le llenaban la boca de estulticias que hacían reír a cualquiera, además de su aspecto físico, a veces se vestía muy bien, con zapatos limpios, un jean ajustado y una camisa, pero otras veces salía en botas y pantaloneta con una ruana de mujer, daba mucha risa verlo así con su cabello crespo sin peinar y sus tres pelos en la sotabarba. Fue un gran amigo todo ese tiempo que le conocí, me ayudaba en los trabajos de la universidad aunque no estudiáramos la misma carrera y escribía a veces uno que otro cuento que debía depurar pero que en esencia eran buenos. Lo más duro, triste y a la vez interesante de ver su cabeza cercenada, es que desde el ángulo desde donde le vi, parecía sonreír, como si hubiese muerto dignamente sin arrepentirse de nada de lo hecho, además su cuerpo colgante vestía una chaqueta que yo le había prestado porque algún día no había llevado y nunca me la devolvió. Vi a su novia de turno en el piso agarrándose la cabeza y llorando desesperadamente, sollozando inconsolable, cuando la vi inmediatamente me acerqué e intenté, en vano tranquilizarla y al final desistí y arranqué a llorar como un niño frente a su cabeza sonriente. Cuando nos calmamos ambos, encendí un cigarrillo, Ángela, su novia, me pidió uno y se lo di aunque extrañado pues ella no fumaba, y no fumó, de hecho lo que hizo me pareció graciosamente extraño, le puso el cigarrillo en la boca a Emilio y se sentó a mi lado de nuevo. Cuando terminé de fumar, me levanté, le quité mi chaqueta, llena de sangre y rota en una manga, a su cuerpo colgante y me la puse y dirigiéndome a Ángela le dije: Comenzó la guerra.