mandril

El Árbol


Solitario y con la frente en alto se sostiene calmo,

impertérrito, inocuo,

báculo perenne e infinito de las ilusiones pasajeras,

ahí está, ignorado, descaradamente violentado,

involuntariamente herido, con la vergüenza de otros condecorado.

 

Los bípedos que siglos atrás sus brazos acariciaban agradecidos por la vida,

hoy por su costado caminan ciegos incluso cuando el sol se eleva a lo más alto del día.

Yo con mi espalda seducida por un hermano suyo, un lejano,

me dejo tentar por la brisa que emerge desde el aire cercano.

Esa brisa que revolotea a través de la verde carpeta cuyos hilos erizados y famélicos intentan imitar a aquellos que robustos hace siglos se elevaron.

 

Regocijado, agasajado por la tarde otoñal

veo al árbol cansado, incomunicado.

Sus hojas rojas se van con el viento,

entre ramas, vuelan para caer al suelo,

flotando, durmiendo, sus hojas van partiendo.

Destinadas al olvido mueren en vano sobre el cemento llano,

barridas por el tiempo ingrato,

mueren las hojas rojas del árbol ahora despoblado.

 

En un cuadro nostálgico, de otro siglo,

el árbol desnudo se manifiesta humilde ante el sol frío,

algunas hojas sobrevivientes y amarillas intentan consolarlo,

ilusas optimistas condenadas también a muerte,

sentenciadas a decorar el suelo de un parque agreste,

de color sangrado.

 

Mi alma invade el tronco cálido,

decidida a sentir el latido ancestral del anacoreta sabio,

sube por su cuerpo siguiendo las líneas del tiempo en su interior,

saltando entre recuerdos y esqueletos secos de insectos que le usaron como habitación,

la madera flexible y afable le lleva hasta la copa, hasta el tope,

su ramificado borde.

 

Allí me sorprendió el anochecer,

vi láminas de luz por doquier,

rodeándonos, cercándonos,

plagiando las luces del bosque.

Entonces entendí su soledad,

su óbito ineludible no será por causa natural.

El árbol y sus raíces por un tiempo más vivirán,

sus hojas rojas cada otoño bailando volarán,

y yo tendré así mi copa para poder visitar.