Jayme

El martillo

Los primeros rayos del sol despertaban los campos de Curicó, la planta fruticola intimidante mostraba sus techos grises de planchas de cemento, ahí, a un costado de la carretera salpicada de hierbas y flores amarillas. Fría y silente: bajo su alero no se cobijaba asimismo un ambiente tan tranquilo. El chiquillo y yo acompañados de otros tantos obreros bajamos del bus cuando todavía somnolientos un viento frío sacudió la modorra de los cuerpos. Caminamos tranquilos y en silencio, internándonos en los galpones cada cual a su sustento, resignados a tomar las herramientas, a trabajar sin descanso: hasta que el día se cansara de enseñarnos el cielo azul y la cordillera.
— ¡Buenos días maestro Ramos!
El gerente de producción se asomó presuroso y me saludo sonriente. Se frotó las manos ansiosas mientras subía las escaleras hacia las oficinas de la gerencia.
— ¿Cuantas vamos ha hacer p'a hoy maestro? - Preguntó.
— Mm....unas veinticinco, pero no le aseguro n’a. 
Por esos días las empresas frutícolas no daban abasto con su capacidad productiva, a duras penas cubrían la creciente demanda de exportación de manzanas, guindas y otras frutas más. Todos los días se despachaban varios camiones atestados de cajas con los nobles productos. Para cargarlos con rapidez se recurría a unas bases de madera, en ellas se apilaban las cajas alzadas por pequeños montacargas: «Que darían los niños por manejarlos pensé muchas veces». 

El chiquillo que me acompañaba era un vecino de la población Aguas Negras. Un día fue a pedirme ayuda, algún trabajo, ayudante de maestro o lo que fuera. Contaba con menos de dieciséis años, tenía el pelo liso negro amén de sus ojos oscuros como de hombre viejo. 
Taciturno, nunca hablaba hasta que fuese necesario, hasta que el silencio no pudiera socorrerlo. Saqué las herramientas para comenzar la faena y estábamos con suerte pues quedaba una buena provisión de tablas y listones de pino ya cortados. En pocos minutos el lugar se inundó con ruidos de máquinas, martillazos y motores, haciendo casi imperceptibles las risas espontáneas de las temporeras al pie de una cinta transportadora. Con sus cabellos recogidos bajo graciosos gorritos higiénicos parecían una misma raza o colonia: daban una pálida calidez, pero, calidez al fin. Muchas eran de afuera, la mayoría del sur. Desparramadas por los campos recolectando frutas se sabían abejas a salario mísero sin beber néctar ni sabia: a cada carga más, un peso más. Aveces me pregunto a quién le importa los nombres de estos seres sin nombres, a quién le importa sus caras abatidas por muros indiferentes a su subsistencia estoica: paradoja enigmática de hombres y mujeres, que, a pesar de pesares, se veían felices.

Pero no todo el campo entregaba sus tesoros. El dueño del predio de al otro lado del camino no pudo pagar la "toma" de guindas y las dejó podrirse o simplemente como comida para gorriones y gusanos. La cerca de alambre no presentaba obstáculo para estos comensales, no así para algunos ávidos chiquillos que, camino del río, contemplaban con hambre el banquete. Recordé entonces lo que una vez me dijo una conocida empresaria del sector: “Los sultanes no comen las guindas igual que la gente de acá ¡No maestro! Las miran y admiran, las huelen bien, las toman con cuidado y observan sus colores en diferentes ángulos, después de todo, han recorrido miles de kilómetros para honrar sus mesas y sus estómagos, finalmente mascan su carne y beben el dulce jugo como en éxtasis de dioses”
— Fíjate cabro como armo el primero, tienes que seguir el mismo orden.
El muchacho de a poco empezó a tomarle el hilo a la pega y bien pronto terminó su primera bandeja. En eso estábamos cuando un grito distrajo nuestra atención.
— ¡Ramooos!
— Diga don Segundo.
— Te podí hacer treinta bandejas p’a hoy ¡Y llenamo' el camión!
— ¡No patrón!... Nadie puede hacer tantas,... veintiséis a lo mas, pero treinta no.
Frunció el ceño, sabía que yo era hombre serio y de palabra. Mientras subía hacia su escritorio miró al chico dando latigazos con el martillo. Se volvió como para decir algo, pero echó pie atrás, en ese breve instante cuántas cosas calculó su mente de máquina hasta concluir en un numérico no. Aquél hombre, de los que si tienen nombre, nunca perdía el tiempo, más bien el tiempo lo había perdido a él: el tiempo de pasar con su mujer y el tiempo de acariciar a sus hijos, esa gracia que compensa tantas aflicciones. ¡No! ya no podía detenerse y seguía corriendo una carrera sin meta, una tristeza infinita. 

Hacia el medio día arreciamos la labor, golpe tras golpe de martillos, palo tras palo comenzó a amontonarse el producto del trabajo por un lado y el dolor a los huesos, el sudor y el cansancio por otro. Sentía que esa balanza nunca se detenía, que estuviese donde fuera siempre volvería al lado contrario, como todo en la vida, como la vida misma. Debí tener la mente metida en armar bien y rápido cuando de improviso una voz delgada y carraspienta rompió mi concentración.
— Ya gancho... hasta aquí no ma'... ya no puedo seguir.
Al chiquillo se le habían inflamado las palmas de sus manos morenas de tanto martillar, ampollas blandas enrojecidas, algunas rotas y otras moviendo un liquido atrapadas en bolsas de piel, ardían en esa dermis nueva e inocente ya no ajena al quebranto del sufrimiento. La derrota afloró por el agudo dolor, cada golpe era una clavada, una flagelación incrustada más en la piel y en la carne que en las tablas de pino. Lo miré un instante, dejé caer mi martillo y le pregunte.
— ¿Con cuál mano estabas clavando cabro?
Me mostró interrogante su mano derecha. Rápidamente empuñé el martillo por la parte de metal, el mismo que el muchacho había estado usando.
— ¡Tómalo con la misma mano! 
Le ordené con voz seca y dura. No entendió mi intención y quedó viéndome por unos segundos. De apoco levantó su mano entreabierta y cogió el asa tratando de no herir aún más sus magulladuras. Mirándolo fijamente puse mis toscos dedos apretándolos con fuerza, poco a poco, sobre sus nudillos de niño y de hombre. Ni un gemido, ni un temblor de dolor surgió al escurrir por el mango un líquido amarillento, una suerte de sangre verde.
— Ahora cabro hagas lo que hagas no sueltes el martillo.... ¡Hasta terminar la pega!
El muchacho bajó la cabeza con pésame, pero en su interior, en esa alma de niño y de hombre sabía que ese rito simbolizaba su destino: su dolor enquistado en la pobreza y en la hambruna de muchas noches, en su soledad raída y su ropa sucia: si soltaba el martillo también soltaba la única oportunidad de ganarse la vida en forma honrada, en la forma que la sociedad se lo exigía. Aquella elite le imponía no robar, y sin embargo, se hacia grande y poderosa robándole. Robándole su corta niñez, la ternura de sus manos atesorando un juguete, o una pelota, o un volantín de papel. Él eligió el trabajo, prefirió el dolor.

La tarde transcurrió sin contratiempos ni pausas y continuamos trabajando hasta terminar el día. No quise mirar ni presté atención al momento que el niño despegó el martillo de su mano desfigurada como un muñón, enjuagué mi pañuelo y húmedo envolví las heridas, ya sin rudeza. La jornada laboral había terminado. 

Emprendimos el regreso y a poco andar abordamos un desarreglado bus ínter comunal. Cabizbajo y ensimismado en el último asiento contemplé el adiós del sol a espaldas de los cerros de la costa, que de un azul brumoso se tornaron oscuros como sombras, más arriba las nubes se pintaron de violeta y naranja confundiéndose lentamente con la noche. A la llegada nos esperaba la calle polvorienta, donde la tierra reseca se nos agarró en la cara. Pasada la primera esquina, sabíamos, tomaríamos diferentes caminos.
— Mañana a la misma hora cabro.
Asintió con la cabeza, desató el pañuelo y sopló sus heridas para mitigar el dolor. 
— Gracias maestro.
Su voz seca sonó a la tierra que nos envolvía. Se despidió y dimos la vuelta cada uno a su puerta. Después de ese verano nunca más volví a verlo ni supe de él, pero no creo que haya torcido el camino. Quizás encontró algún trabajo mejor o con el tiempo quedó aceptado en el servicio militar. Quién sabe.

Por cierto, el niño se llamaba Pablo.