Eduardo Torres Isleño

La semana del Cocodrilo

 

Que no me lleven al hospital,

no es que desconfíe,

es que no me fio de la medicina occidental

ya estoy mejor…

(de una canción de Bunbury)

Arrumbado, en una guitarra tiesa que murmura cada hora

en la más sumida esquina de una estación inesperada,

allá el Cocodrilo tiembla y se estremece y se detiene en la puerta

arrepentido, luchando consigo mismo y contra la mala fe,

tantos años que no pasa ningún cometa por la calle, por la casa,

por la esperada esperanza que no llega, ni va a llegar.

 

Y contempla el Cocodrilo, con toda la paciencia que le queda

el cercano destino que le acecha el alma, y una taza de café,

y una armónica, y un brazo adolorido, y un espíritu cansado,

una sola existencia que termina y empieza y nunca acaba,

 

porque, la manera más fácil de cruzar las horas grasientas

de la grumosa semana es dejarse caer y llevar por el escape

mirar al suelo cuando hay gente, mirar al cielo cuando hay arboles

y enamorarse de esa tristeza que es lo único que le acompaña

enamorarse forzosamente sin cuidado de la soledad monstruosa,

el enamorado Cocodrilo de todo, se da cuenta, que solamente, está vivo.