Alma al aire

Un viaje en colectivo

(Para el que tenga un rato, son 4 páginas)


 

Desde el comienzo las cosas no fueron muy bien que digamos. Por empezar, el ómnibus llegó 40 minutos tarde. En la estación desvencijada, los pasajeros comenzaron a apiñarse entre las plataformas y un guardia escaso intentaba inútilmente frenar el avance de la muchedumbre frente a la inminente llegada del colectivo. Me apoyé en una pared lateral para evitar el amontonamiento. La creciente sensación de avidez en mi estómago me tenía en la encrucijada de aventurarme a buscar un kiosco abierto a esa altura de la noche en procura de algún alfajor, galletita o cualquier otro refrigerio y perder el colectivo en mi ausencia, o seguir esperando allí, paciente, con el riesgo de que a mitad de camino se despertara mi apetito y tener que soportar los gorjeos de la panza vacía. Sin embargo, una extraña ola de positivismo me alentó al pensar que tal vez nos proporcionarían la cena en el viaje. Esperé. Finalmente, unos minutos después, el micro apareció (bien por mi!), entre la oscuridad de la noche y los playones mal iluminados de baldosas grises y hexagonales.Se apostó como un insecto gigante en la plataforma de llegada N° 17 y lentamente, con esfuerzo, abrió sus puertas.

La muchedumbre se agolpó, ante el impotente griterío del guardia, alrededor del vehículo, todos dispuestos a despachar su equipaje simultáneamente y los jóvenes asistentes del servicio corrieron hacia ellos con los montacargas relamiéndose al imaginar las múltiples propinas. De cualquier manera, el gentío se transformó en una bola de pelos, manos, gritos y confusión donde nadie pudo cobrar nada y más de una maleta llegaría a destino equivocado. Por mi parte, como mi trecho de viaje era sólo de unas pocas horas, no contaba con más bulto que una mochila, y me dirigí, agradecido de evitar tanto caos, hacia las puertas del micro. Un chofer de bigote tupido y con pocas ganas de ser amable cortó mi boleto y con un gruñido me indicó que subiera.

El ómnibus, de vistosos colores por fuera y horriblemente lúgubre por dentro, era un vehículo de dos pisos. Previsoramente, tres días antes había conseguido asiento en el piso superior, lejos del baño y sus vahos infaltables que atestaban las plantas bajas de los colectivos de larga distancia. Mi asiento era arriba y al medio, exactamente a la mitad, ni demasiado atrás donde la vibración de los motores no dejaba dormir, ni demasiado adelante como para morir en un choque frontal. Ése era mi lugar en el mundo, mi lugar en cada colectivo y, como siempre, junto a la ventana. Sin embargo, quedar junto a la ventanilla era más que nada una cuestión de suerte. Aunque al sacar el boleto uno siempre especificaba ventana o pasillo, todo dependía verdaderamente de llegar primero a los asientos. Al ser el primero ya no importaba de qué lado iba cada uno, siempre tentaba el lado de la ventana, y el segundo en llegar no podía más que rendirse a la voluntad del que ya estaba sentado, porque nadie, pero absolutamente nadie cuestiona, por esas cosas de cortesía, vergüenza o amarga aceptación, que el otro se cambie de asiento si llegó primero. Tal vez fuera por evitar una confrontación inútil, pasar por delante del otro casi restregándole el trasero por la cara o para evitar comenzar el diálogo con un absoluto desconocido que podía terminar entrando en confianza y conversándonos el viaje entero.

Por esas razones, llegar primero significaba todo, y yo subí confiado porque siempre había llegado primero. Pero esta vez fue diferente. Avanzando por el oscuro y diminuto pasillo, tratando de divisar mi número de asiento, entre ronquidos, voces charlando bajo y niños llorando, avisté mi lugar. Ocupado. Me acerqué, demasiado, para corroborar el número y sí, un sujeto rubio, de cara afable y rasgos americanos se ubicaba junto a la ventanilla. Amarga aceptación. Me miró un poco sorprendido por mi súbita invasión a su espacio personal y al reaccionar instintivamente, me erguí y choqué mi cabeza contra el portaequipaje. El golpe fue duro por su cara de sorry y unas risitas que se oyeron desde los asientos de atrás, pero haciéndome el que no me dolió saludé con una mueca, acomodé mi mochila y me senté...junto al maldito pasillo. Cerré los ojos un momento, suspiré. Al menos si el colectivo volcaba, él moriría primero. Me abroché el cinturón. Al menos que volcara hacia la derecha...en fin, era una hermosa noche afuera, sin luna pero estrellada y yo no podía mirarla. Por qué, por qué, por qué no estaba yo en la ventanilla!! Intentaba mirar afuera de a ratos, por el rabillo del ojo, pero nada veía y me dolía la vista por el esfuerzo. Tampoco podía mirar de frente a la ventana, nada más incómodo para dos extraños que sentirse observado y observador, aunque se estuviera mirando cualquier otra cosa que estuviera en el camino. Suspiré de nuevo...maldito yankee que me tapaba la vista, ¿en dónde habría subido?

Por un rato me distraje, allí en la oscuridad del colectivo, escuchando a la multitud que hacía malabares para despachar sus valijas y pensando en banalidades como la capacidad de carga de la bodega de equipajes o si los choferes habrían dormido lo suficiente como para no hacerlo durante el viaje arriba del volante. Tan aburrido estaba que pensando en cómo tomaría la sopa el chofer de bigote tupido sin que su mujer lo acuse de cerdo, me sorprendió de pronto una pequeña sacudida y noté que el colectivo finalmente comenzaba a moverse. La travesía empezaba y decidido miré de lleno a la ventana para echarle un digno vistazo a la noche antes de partir. El americano hizo lo mismo...hacia mi lado. Quedamos cara a cara los dos como unos estúpidos: yo con cara de perro y él mirándome con sus grandes ojos celestes casi inocentes.

Me di vuelta, y me acomodé enojado. Al instante sonó un rugido de mi estómago. Mi compañero sonrío entre sorprendido y avergonzado.

- No, no, es mi...estómago....- dije señalándome la panza, pero no  me entendió nada. Siguió riendo y para cuando volví a girar la cabeza, había cerrado la cortina. Oscuridad. Qué tipo más odioso! ¿No habría otro asiento libre? De pronto, se encendió una tenue lucecita redonda arriba nuestro...

Quiero aprovechar para hacer un alto en el relato y destacar aquí, la ingeniería discriminatoria en el diseño de los colectivos de larga distancia. Porque mi desconocido compañero se disponía a leer y encendió el botón de luz que se hallaba sobre nuestras cabezas, pero oh, no, señor, sobre SU cabeza, únicamente de su lado. Es decir, del lado de la ventanilla. Mi querida ventanilla. Ahora notaba que todos los afortunados sentados junto a las dichosas ventanas tenían sobre sí los botones de luz, aire y walkman, quedando en la más absoluta oscuridad, con frío o calor sin elección y sin música, los marginados del lado del pasillo. Al que diseñó esto habría que matarlo o hacerlo viajar siempre del lado del pasillo. Aunque pensándolo bien, seguro que el muy turro viajaba en avión. Ni siquiera había la remota señal de que nos fueran a dar ni un grisín para la cena.Así, mientras me restregaba de una u otra manera en el asiento para disimular los cantos de mi pobre estómago, mi compañero se acomodaba tranquilamente y comenzaba su lectura bajo el único haz de luz en plena noche. Yo extrañaría  a mi Cortázar que se quedaría todo el viaje mudo en la mochila. ¿Qué más podía faltarme?

El micro avanzaba por la carretera sumergido en la penumbra y en el vaivén de su andar, un olor putrefacto llegó hasta mi como una inquietante respuesta a mi pregunta. Fue un momento aleatorio, en el que las distracciones de mi mente no bastaron para evitar que arrugara la nariz al instante y se me torciera la boca frente a tal nauseabundo olor. Miré al americano que inmerso en su propio mundo leía apacible, con sus walkman puestos, el fino haz de luz y haciendo uso pleno de todas las facilidades de los asientos de la ventana. Parecía no percibir aquel olor y comencé a sospechar que el muy miserable se había rajado un viento y se hacía pasar por el más ajeno de todos para acusar propia inocencia. Asqueroso! Tal vez al confundir mi aullido estomacal con otra cosa, habría pensado que podía “desahogarse” cuanto quisiera, y eso sí que no lo iba a permitir! Le clavé la mirada en el cuello, de esas fulminantes capaces de llegar hasta la aorta, tanto, que se volvió hacia mí y quedó extrañado de mi cara. Se encogió de hombros sin comprender y unos segundos después ya proseguía con su lectura. Y el olor pasaba. Descarado!

Molesto, sin nada que hacer, sin luz, sin música, con hambre, cerré los ojos y me dispuse a dormir. Pero nuevamente, aquel olor putrefacto y agrio me apartó del sueño.No obstante, rápidamente develé que no se trataba del americano sino que el olor venía por el pasillo. Me dediqué a olfatear aquel vaho para descubrir de dónde procedía. No había que hacer ningún esfuerzo para sentirlo, llegaba en oleadas y te abofeteaba los sentidos con su fétido aire. Entonces recordé el baño del colectivo. Maldición! Nunca faltaba alguna vieja que se descompusiera en el camino o algún niño que ingiriera mucha gaseosa antes del viaje. Pero ese olor no podía provenir de ningún niño, en todo caso de alguien que se hubiera comido a un muerto...o sea...alguna vieja. Me tapé la nariz. No sabía qué era peor, si respirar por la nariz o por la boca. ¿Cómo nadie más podía sentirlo? Miré a mí alrededor y todos dormían. Y entonces fue cuando lo descubrí. Un pie apoyado junto a mí. Un pie envuelto en una media gris, mojada, pegajosa, junto a mi codo. Un pie que exudaba vaya a saber cuántas cosas y cuya cercanía me arrancó una lágrima de irritación ocular. Si el americano hubiese visto mi cara! De pronto el olor pasó y al volver la vista el pie ya no estaba. Ojalá fuera la última vez! pero no. Nuevamente, el pie roñoso apareció junto a mi codo, trayendo el aroma característico y seguramente más de una alimaña, y esta vez se quedó tieso, estático, como si hubiera decidido no correrse nunca más de ese lugar.

Entrecerrando los ojos y conteniendo la respiración, observé por encima de aquella media. Se extendía en una pierna peluda cuyo dueño estaba recostado en el asiento de atrás, dormido profundamente con la boca semiabierta...en las sombras y junto a él dormitaba una mujer que imaginé su esposa. Me volví hacia mi asiento, ¿qué hacer? Por un segundo por mi mente pasó la idea de hacerle cosquillas, pero al mirar aquella media mojada, cualquier ocurrencia sobre entrar en contacto con ella quedó descartado. El olor era insoportable y algo había que hacer, rápido! Tal vez lo más sensato hubiese sido despertar al sujeto y pedirle que por favor retire el pie y que se bañe algún día. Pero quien me lea deberá comprender la timidez del que escribe pese al fuerte carácter. Además de la vergüenza de llamarlo y que el hombre no despierte, o que se niegue, o que sacara el pie y luego dormido, lo devolviera a mi apoyabrazos. ¿Qué hacer, qué hacer, qué hacer??! Media sucia y asquerosa que enturbiaba mi existencia y a mis pobres pulmones! De golpe, ante la revolución de mis entrañas con semejante pestilencia, se me cruzó por la cabeza una seria sospecha: a ver si todavía desarrollaba alguna infección respiratoria con semejante tufo y gases inhalados! Me quedé frío. Qué falta de respeto de la gente que concurre a transportes masivos sin lavarse los pies con tan poco espacio de por medio! y más en un colectivo con ventanillas fijas, aunque si no hubiera sido así tampoco podría haberlas abierto por ese yankee infeliz que llegó primero! Y que monopolizaba la única maldita lucecita!! Hasta aire tenía! y yo muriéndome del olor a pata...

En un momento de maliciosa claridad entre mi indignación y mi hambre, miré al americano que mordisqueaba una lapicera mientras leía. Sonreí satisfecho. Lo toqué y con gestos se la pedí prestada. No entendió para qué la querría, pero me la dio y continuó leyendo. Yo en mi oscuridad busqué expresamente el lado mordisqueado y lo usé para correr el pie. Sé que me juzgarán por mi conducta pero ninguno estaba en mi lugar, así que lentamente, suavemente, empujé el pie con la lapicera. Qué mugre tendría esa media que al tocarla se sentía viscosa y quasi esponjosa! El olor era más intenso, como si al moverla se despertaran todos los vahos del mundo. Oler un camello hubiera sido un chiste al lado de ese soquete. Sin embargo, pese a mis intentos, el pie no se movía. Mi sutileza pasó entonces a ser un empujoncito aguijoneante y reiterado, que al no obtener respuesta se transformó en un intento de palanca. Yo no sé cómo no se había despertado aquel sujeto, pero el bastardo o dormía muy profundamente o apretaba el pie contra mi lado.

Comprendan mi situación. Clavándole la lapicera en el pie a un total desconocido, para apartarlo, sin éxito, con calor en ascenso mezcla esfuerzo, mezcla ira creciente, envuelto en un olor terriblemente hediondo y pestilente que lastimaba mis narices, con un americano al lado que sin saberlo me había hecho el hombre más desdichado del colectivo, con el estómago crujiendo de hambre y el sabor en la boca al calcetín del vecino, sin luz, sin ventana, sin nada!! para tener encima esa pata junto a mí, sofocándome hasta la médula y el maldito no la corría!! Llegó un momento en que la locura pudo más que la íntegra apariencia de este caballero y....hecho una furia salté del asiento y le grité al dueño del pie:

 

- Esto es un atropello!!! Exijo que quite su pie de mi asiento o le juro que se lo corto!!!

 

Fue tal el griterío que todos se despertaron, la compañera del hombre de un salto. Todos me miraron y los de las ventanas encendieron todos sus lucecitas. El colectivo aminoró la marcha y un segundo después el chofer de bigote apareció como un rayo en el pasillo.

 

- ¿Qué está pasando acá? – demandó con voz grave enfocando una linterna hacia mis ojos.

 

La mujer del oloroso se irguió para hablar, pero en ese momento, antes de emitir palabra, notamos que el único que no se había despertado, era el causante de aquel altercado que seguía, por cierto, con su pie en mi apoyabrazos. Lo llamó y extrañada puso su mano en el pecho de él. De golpe levantó su cabeza con mirada enloquecida y dejó escapar un gemido de pánico.

 

- Está muerto – balbuceó horrorizada dirigiéndose a mí.

 

Y en ese instante atroz, en un impulso inconsciente y alterado, me llevé la lapicera a la boca.