Eduardo Urueta
Yo besé a la mujer más blanca del mundo
A Perla Edith, amiga mía.
 
 
Yo besé a la mujer más blanca del mundo
 Yo besé a la mujer de senos como dos órbitas, como dos pueblos en rueda. 
 Encima de su ropa, yo besaba su humor blanco. 
 Encima de mí, me besaba, 
 dispuesta a acudir a mi remedio de hombre jurisconsulto 
 con su boca de vino.
 Yo la besé muchas veces y vi sus ojos tan cerca que también eran navajas.
 Yo me desconcerté por su ala laminada, donde habitarían dos hijos, en calor de mama; cuando toqué su espalda de muro de muñeca.
 
 Ella me sacudía, arriba de la hierva, y abajo del kilómetro
 Su nariz de sal, su rostro de mar, su hálito de palabra mojada que fumó  algunas veces y que construyó nebulosas insatisfechas, su cabello  estropeado por la inteligencia y por el largo sueño que merecía, cuando  hacía de sus ojos, palabras de libro; Yo me empuñé, cuando ella quiso,  cuando los dos, en Azcapotzalco, hacíamos de las hormigas casas rojas  con su menstruación prohibida pero caliente.
 
 Yo me sentía, rama de algodonal, para flor
 Yo me sentía cielo, para nube
 Yo me sentía montaña alta, para nieve
 Yo me sentía oscuridad, para la mujer más blanca del mundo
 Yo me sentía un club de sus espigas.
 
 Algunas veces me ignoró el llanto, e hizo bien, el río que se quedó dentro,
 es el hielo donde, cada día, escurren los propósitos de amor que ya dejamos.