Arlequin fantasma

París, café y lluvia

Soñé mi habitación, pero era otra. Los muebles estaban en el sitio exacto, los objetos también; incluso el mismo polvo se adhería a las mismas superficies. Sin embargo yo sabía que eso no era mío, sino de alguien más, de un extraño semejante. Algo en la iluminación, en el oxígeno, en los olores; no sabría decir qué; revelaba el engaño y me sofocaba.

 

Entonces me dirigía hacia la puerta de madera barnizada. Detrás había una infinidad de calles y de puentes. Y era París, y era café caliente, y era la lluvia, y no había nadie más. No era de noche ni de día. Una luz pálida que no provenía de ninguna parte cubría todas las paredes y todas las esquinas. Las sombras crecían en una multitud de direcciones incoherentes, por no decir imposibles. Yo caminaba hacia cualquier lugar.

 

De vez en cuando me cruzaba con estatuas de piedra con figura humana, o quizá realmente eran personas, tan viejas y tristes que parecías estatuas. Tenían la mirada perdida y caras inexpresivas. Me dio mucha tristeza notar que no disfrutaban la lluvia como yo lo estaba haciendo. Ni el café. Ni París.

 

Me acordé de unos ojos verdes y unos besos dulces, que en su momento para mi fueron un juego. Ella también era café y lluvia. París no. Probablemente ella era más Río. Más música electrónica y más carnaval. Por eso ella era un juego para mí; yo siempre fui más blues y jazz, más nota baja y sostenida. Yo soy como el padre tiempo, viejo desde el primer segundo. Ella era como la madre naturaleza: algo de tierra, humedad y movimiento. Por supuesto también tenía algo de animal. Hasta ahora noto lo bien que nos complementábamos y a la vez la imposibilidad para conjugar el verbo amar que hubiera existido entre nosotros.

 

Seguí caminando, guiado por un olor denso y delicioso, y una música de piano y violín; hasta llegar a una sala de conciertos minúscula. Adentro las butacas estaban vacías y había poca luz. Sobre el escenario un hombre tocaba el piano. Portaba una máscara veneciana color dorado y una capa larga y negra. Más atrás, sumida en la obscuridad, una mujer tocaba el violín.

 

A ella yo la conocía. Otro cariño inmerecido. Locura y elegancia, inmadurez y cortometrajes. Ella era totalmente lluvia. Totalmente Londres. Ella era música clásica y folklórica. Nos parecíamos bastante. El problema siempre estuvo en ser. Yo siempre era en un lugar mientras ella era en otros lados. Ella era como un viaje y yo siempre fui un extranjero en su mundo.

 

Me acerqué al hombre que tocaba el piano. Estaba dispuesto a retirarle la máscara. Pero cuando lo vi de cerca comprendí que no hacía falta. Ese hombre era yo. Así que me senté en un asiento de la tercera fila y disfruté de todo hasta que terminó el concierto y desperté.

 

Y es que eso es mi vida. Máscaras, lluvia, café y París. Vagar por un mundo repleto de estatuas tristes. Seguir olores densos y melodías acústicas. Y acordarme de algunas cosas que nunca fueron mías.