No temáis  por mis versos, poetas,
 podéis descansar en paz,
 en vuestros lechos de fama merecida
 que yo no os he de quitar.
 Morirán las estrofas,
 los versos, las palabras;
 las letras se tornarán sin valor
 después de que este torpe poema
 que me sirve de introducción.
Si pudiera al menos expresarme
 con sinceridad y sencillez
 lo que mi muda lengua se niega a expresar,
 te robaría, Esther,
 decenas, centenares, miles
 de incalificables sonrisas
 que con cautela guardas.
Lo único que deseo es que nada cambie.
 Que las olas indómitas enfríen
 la arena abrasadora diariamente,
 al igual que la felicidad
 acaricie tu cara,
 que tu sonrisa la ilumine.
 No quiero que eso cambie,
 ni tampoco tu mirada,
 tus labios, tus ojos, tu nariz, tu rostro, tu cuerpo;
 todo lo que eres ahora.
 Que no cambie.
Una vez pensé que te perdía por bocas extrañas,
 no quiero que me atormenten por segunda vez.
 Soñé y recordé,
 ¿tal vez era al revés?,
 aquellas promesas que pasan desapercibidas,
 promesas de hacerte feliz,
 sin parecer egoísta ni aprovechado.
 Sé que no puedo ofrecer nada,
 ni conversación ni diversiones,
 que otras personas te den ya.
Los versos ya se acaban,
 mis pensamientos se desvanecen.
 Queda poco para mi marcha,
 quizás nos veremos;
 quién sabe dónde y cuándo,
 ni los por qué ni cómos.
 Puede que me convierta en aire,
 en un fantasma del recuerdo,
 en niebla de tu memoria.
 O simplemente seré un observador
 que ve como un fugaz cometa
 de cabellera dorada
 asciende con lentitud hacia el manto negro
 reuniéndose con astros de su misma magnitud