Félix con guitarra

Luciano Castañón

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En el bar, la rancia morenez de les gitanos
-mendigos de propinas por su toque y por su cante-
quedó pasmada al ver los fragilísimos dedos
del filiforme Félix mimoseando en la guitarra.

Bares son en los que el pescador no pesca: simples
radas marginales que enajenan al marino,
caldo de cultivo para el ciudadano harto,
desfogue del administrativo emancipado,
de la hija de papá y del forastero ávido,
de protésicos-viajantes-locos-y-mecánicos,
de todo aquel, en fin, ansioso de desbordar
los límites hirientes de sus callosas manos,
su rígida espalda curva -en la cerviz un clavo-
o el molde circunstancial de su conciencia ahormada.
Entonces las entrañas maduran gritos, canciones
que las oes boquiabiertas hacen solidarias
en un vuelco incierto de galáxicas miradas.

Cuando el silencio cundió -un parto del cansancio-
como si fueran los zorros pasos de una araña,
Félix capturó la sumisión de los gitanos
porque sus dedos sapientísimos no tocaban,
sino que dúctilmente acariciaban, besaban,
amorosaban -eso- las cuerdas de la guitarra.

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