Juan Pablo Riveros

Poemas de Juan Pablo Riveros

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Juan Pablo Riveros:

Antártica II

Se trataba de invernar,
de pulsar las leyes del frío;
de escrutar la indigencia en la medianoche del mundo;
de buscar huellas de dioses
ahí donde la huella de las huellas
se ha perdido.

Se trataba de la compleja red de circunstancias
y menudos azares
que calibran la temperatura del Planeta,
mi temperatura,
nuestro propio clima interior.


Del enorme frío absorbido
en las grandes ciudades llenas de gente;
de la simple soledad,
de la inmensa precariedad humana.

Había que acceder al umbral,
al Bósforo
entre la blancura de este mundo solitario
y aquel otro lleno del calor de las aldeas.

En el fondo,
como un barco que bornea una bahía lejana,
como un astronauta atado a su cápsula en Plutón,
se trataba de mirar
el vasto paisaje nevado de multitudes solas;
de balidos solitarios,
de vislumbrar sus leyes.

Porque aquí,
en lo frío, en lo inhóspito
se adoptan las grandes decisiones planetarias;
la estructura de la tibieza,
la llama del brasero en las aldeas,
el juego en las fiestas del denario,
la estructura del abrazo, del beso,
de la lámpara
que apenas pudisteis apagar.

De titilar
a la intemperie
en los océanos,
se trataba.

Watauinewa, El Archiviejo

Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y me habló:

Todo esto
ya nos lo había dicho Watauinewa Sef,
El Eterno en el Espacio de Arriba.
Él observa nuestros actos:
Que cada cual trabaje con esmero,
que nadie robe al otro,
que cada uno se conduzca
como es la buena costumbre de los yámanas.

Al partir de cacería pedimos:
A nosotros ser propicios hoy, Hidabuan.

Y si alguna desgracia nos sorprende, si
algún alma vuela lejos sobre el mar,
increpamos al Gran Asesino Allá Arriba:
Tú nos lo quitaste. Entonces Tú, Arriba,
Wollapatuch, ¡Sostén a nuestros hijos, mío
Padre: Tú cruel!


Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y dijo:

Sé bueno con nosotros, Padre
mío: salva nuestra canoa.

Estamos muy contentos hoy, con nuestro
padre,
agregó.

Shukaku II

Ni dalias, ni cactus,
ni avellanos. Ni el aroma del ciprés.
Tampoco la frescura del álamo.

Sólo
silbos de pájaros cordiales, alturas
vegetales que oran en silencio
y huellas de seres distantes como
barcos.

Ahí, padres,
hubo la aritmética del mar,
la astrología del miedo
y bramidos de guerra en la telegrafía
irremediable de la noche.

Un faro baliza
el regreso imposible del yagán.

Perros del campamento Edén

Como los alacalufes ya no cazan,
los perros –inseparables trabajadores
en la captura de la nutria- participan
de la miseria general. ¡Polícía de aseo
de los excrementos!

No tardan en morir de inanición.
Tristísimo verlos agonizando
en el barro; pelados, descarnados,
despedazados vivos por sus congéneres.


Útiles en la noche, ovíllanse entre sus amos
manteniendo el calor. Toalla en el día,
y, a veces, pañuelo.


Los perros del campamento Edén
participan de la miseria y deterioro
generales.

Huertos

La infinita descomposición de la luz
en la cristalería del hielo.
Barcos cargados de arcoiris
y navegaciones
en las que cualquier oro era nada.

Como esas rorantes matas de zarzaparrilla
con sus rútilas gotas de sangre
sobre la nieve más sana,
más pura,
en el último rincón
de la huerta más austral del universo.

Génesis

En el principio
fue la luz o el hielo.

Sólo después amaneció la nieve.

Y durante millares de años,
sin prisa,
con controlada paciencia.
Como acogemos a un ser
largamente esperado,
un copo de nieve
hospedó a otro.


Sin osos, sin ártico,
y rodeada sólo por sus Grandes Océanos,
emergió la Blancura.


Como si la vía láctea hubiera caído al mar,
hubiera caído de bruces a tierra.