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�ngel Garc�a Aller




Posdata para prevenir la noche



De una carta sin fecha a César Vallejo

Olvidaba decirte que madre sigue repartiendo cada tarde, en la sala de arriba, aquellas hostias de tiempo con que pretendíamos saciar el hambre de los siglos y aliviar la resaca de todo lo sufrido. Tú ya sabes: los noes, los síes, los todavías pronunciados al borde de la duda; el labio difunto -aquel que quiso y no pudo crucificarse en el madero curvado del beso-, la pupila incapaz de ver más allá de la luz impuesta, el mentón en retirada, la palmada sin hombro, el tímpano sin eco, la lágrima indefensa, la muela del olvido, las férulas que suenan... Y es entonces cuando madre -tahona estuosa, tierna dulcera de amor, muerta inmortal-, con su inacabable pan entre las manos, pregunta por ti, por Miguel, por las dos hermanas últimas, por el mendigo que canta, por la enfermera que llora, por el sacerdote a cuestas con la altura tenaz de sus rodillas, por el que no tiene cumpleaños, por el que lleva zapato roto bajo la lluvia, por el que ni siquiera recuerda su niñez, por todos, en fin, los que un día se fueron sin saber para quién era la amargura... Y todos, has de saber, acuden en una sola boca, en un solo diente, en un único alveolo para hacer del hambre eucaristía y ayudarnos a pasar aquella migaja que tan inexplicablemente se nos ató al cuello cuando creíamos ser dueños exclusivos del dolor.

Ayer, incluso, vino Pedro Rojas -¿lo recuerdas?, aquel que nació muy niñín y mirando al cielo cuando el mundo aún no estaba español hasta la muerte- y se pasó media tarde escribiendo con su dedo gordo en el aire la uve mayúscula de Vida -que ni él mismo recuerda dónde pudo haberla aprendido- y otra media buscando afanosamente en el desván la cuchara que le mataron en el año del balazo. ¿Querrás creer que estaba allí, en el mismo baúl en el que padre creía tener los broches del sonido, en el mismo baúl en el que guardábamos el juguete del niño y el bastón del sabio, las gradas del alfabeto y la letra en que nació la pena?

Lo peor es cuando, al caer la noche, regreso a casa y, solo como ahora, sujeto a tenderme como objeto, los húmeros se me ponen a la mala y no sé qué alondra se me pudre en el corazón, qué honda caída se está oficiando en mi alma, e irremisiblemente me da por pensar -¡quién lo diría!- que el mundo, a pesar de madre, es un pan redondo, muy redondo, que se le está quemando a Dios a la puerta del horno, y que, tarde o temprano, aquellos que no conocen con qué levadura se amasan las hostias del tiempo acabarían por comérselo todo para que no nos quedase ni siquiera el consuelo. Entonces, como puedes suponer, ni palabra.