La permanencia de los valores clásicos

Cuando voy a la librería ubicada entre las calles Estados Unidos y Luis A. de Herrera, suelo encontrarme con verdaderas curiosidades históricas en materia de lectura, así como con libros que hacen honor a la literatura de todos los tiempos, aquella que no caduca, que no se doblega ante los rigores del tiempo, sino más bien se vuelve nueva, renace sobre sus propias páginas, mientras otros textos y otros autores, buscadores de fama efímera, intentan en vano conquistar la atención del buen lector.

Se sabe: hay dos tipos de lectores. Los que son escritores y reconocen la firmeza y la autoridad en los elementos literarios que se desplazan ya en la prosa como en el verso. Y los que no saben discernir entre La casa de los espíritus y La Ilíada, o entre El código da Vinci y Nuestra Señora de París o los adefesios de Paulo Coelho y los poemas del grandioso Walt Whitman.

Hay lectores que buscan libros de gente «famosa», a tono con la moda y los tiempos políticos que corren. Esa gente famosa, esos escritores de tan frágil pluma literaria son un gran invento de las poderosas editoriales que van tejiendo una telaraña en torno a un público complaciente, sin el menor sentido crítico y que acaba comprando barro por caliza, mercurio por estalactitas.

Pero me he perdido de cuanto quería decir.

Al llegar al negocio, encontré un libro de Gustavo Adolfo Bécquer. Estaba en buen estado y su costo equivalía casi a la caridad. Lo compré con ligereza, contenta con mi buena suerte.

LAS HOJAS SECAS Y OTRAS PROSAS

El texto de marras se llama Las hojas secas y otras prosas. El estilo de Bécquer es un llamado a la melancolía, a la desesperanza, a la evocación de amores imposibles que solamente dejan un olor, un aroma suspendido en el éter que llega al olfato con la persistencia de una campánula.

Leí la obra del poeta español. Leí su prosa. Y me llamó la atención un relato que hacía alusión a la visita del poeta (debe saber el lector que el vate era también un hábil dibujante) a una venta donde las mujeres ofrecían su belleza al público masculino que se pasaba de copas y de alabanzas. El artista observaba a una mujer hermosa mientras trazaba los rasgos de su rostro en un papel.

Un hombre joven se le acercó, cuando ya estaba por retirarse el protagonista de la prosa, y le pidió encarecidamente que le vendiera el retrato. Le ofreció todo lo que dentro de su pobreza podía darle a cambio de quedarse con la obra de arte. Y el artista se lo dio.

Pasó mucho tiempo. El protagonista vuelve a la venta. Y luego va un sitio de aire sombrío donde se encuentra con el padre de la muchacha tan hermosa. Lo encuentra encanecido y avejentado.

Y le dice el pobre hombre la desgracia que ha caído sobre su existencia: un cementerio se levantará en breve cerca de su venta. Los clientes huirán, de hecho. El lugar perderá su alegría. ¿Quién querría ir a beber unos tragos en la venta, sino los sepultureros que brindarán por la salud de los muertos?

Su hija es llevada, con malas artes, por su verdadero padre, un hombre millonario. Su hijo pierde la razón. Se criaron juntos y el amor entre su hijo y la niña preciosa floreció. La mujer, separada de su familia adoptiva, del calor de los suyos, muere de melancolía, de tristeza, de abatimiento. Y pasa su cajón rumbo al cementerio un día. Y el muchacho siente que es ella. Con la razón perdida, canta:

En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba una mano afuera,
por ella la conocí.

Gustavo Adolfo Bécquer es un clásico. En una oportunidad, charlando sobre la figura del vate con el crítico literario y poeta Hugo Rodríguez-Alcalá, me dijo que su universo era pequeño, ínfimo. En ascuas me quedé. Esperaba una explicación que jamás vino.

En otra oportunidad, en conferencia pública, Elvio Romero había referido que eran dos sus poetas capitales: Rubén Darío y Gustavo Adolfo Bécquer.

¿Qué tiene Bécquer? ¿Pasó o no de moda? Los que conocen la buena literatura, los que buscan la afirmación de los valores básicos en la poesía tanto como en la prosa, los que entienden que la poesía es sonoridad, ritmo, equilibrio musical, siguen hallando en la figura del maestro un manantial inagotable.

Originario de Sevilla, España, Bécquer nació el 17 de febrero de 1836. Sus artículos literarios le daban algunas pocas monedas para subsistir, si bien él ambicionaba fortuna, fortuna que nunca halló, ciertamente.

Tal vez ahora debería empezar a releerse, considerando la profusión de la malas letras que llaman al desorden de la literatura, sus célebres leyendas y aquella imborrable obra suya: «Cartas desde mi celda». Sus rimas, cima y cumbre de la perfección, deberían enseñarse en los colegios para que los alumnos tomen nota de la perfección y la gracia de la sonoridad hoy tan venida a menos. Gustavo Adolfo Bécquer falleció el 22 de setiembre de 1870.

Comentarios3

  • silviagarza

    Me parece muy interesante, y viable además, la propuesta de la escritora Delfina Acosta, pues nuestros niños y jóvenes deben conocer en fuentes verdaderas la belleza de nuestro idioma.
    Felicitaciones y un muy atento saludo.

  • Elsy Alpire Vaca

    Excelente análisis informático que hace la destacada periodista Delfina Acosta, además propositivo, ojalá las instancias respectivas tomaran su propuesta en serio y la llevaran a la práctica, pues, realmente en nuestra época valdría la pena contar con tan extraordinario material para redimencionar los métodos de la escritura, el lenguaje y la literatura en las proporciones en las cuales ella difunde aún palpitan de las fuentes del inmortal y clásico autor: Luis Adolfo Bécker. Gracias amiga por brindarnos tan valioso artículo. Felicidades.

  • Pilar Salazar

    Excelente comentario de la periodista Delfina Acosta y muy cierto aquello que hoy en día el poeta y el escritor no tienen la sonoridad, calidad y belleza que tenían en sus poesías los poetas clásicos "que no mueren con el tiempo, sino que renecen en sus propìas páginas" es una lástima también, que el poeta actual no enriquece su vocabulario ni cuida de su ortografía.



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