Vicente Martín Martín

Pasadizos secretos

Habría que preguntarse qué fue de los que amábamos

a las chicas sin sexo,

que fue de nuestros miedos a los faros que hacían

incoherente la fe

y superfluo el cilicio.

¿Seguiremos pensando que mirarle a los ojos a una monja

es un tic subversivo

o habremos aprendido a ladrar como aprendimos que éramos

alérgicos al polen?

Seguramente no, pero es posible

que un lector avisado sea capaz de encontrar en nuestra historia

pasadizos secretos,

cicatrices

que supuran debajo de una piel acostumbrada

a usar de doble fondo.

Éramos como versos de un posible poema

siempre por escribir,

como muertos ingenuos para quienes la muerte

era un suceso extraño,

remoto,

una osadía

concebible tan sólo como el cansancio lógico

de toda travesura horizontal.

Éramos

Garcías, Garcinuños y Martines

y entonces

leer a la Sagán o declararse admiradores de André Gide

era ser europeos y de ello y no más

podíamos presumir.

Quizás fuera un equívoco quedarnos tanto tiempo

con las manos pegadas al ombligo

mientras todas las rutas nos llamaban a extinguir otros fuegos

y eran verdes las costas y agradable

la voz de los clarines,

nuestros padres

habían hecho una guerra sin saber qué locura perseguían

y nos trajeron himnos o callaban

dónde estaban sus muertos.

Pobrecitos,

nos hicieron creer que las vikingas tenían

pechos de porcelana,

las rameras

herpes en los ovarios

y acostarse la siesta sin slip

lastimaba la vista.

Y por si fuera poco

teníamos que cargar con  la zozobra

de no saber qué habría más allá,  de qué color sería

una mañana azul detrás de las murallas,

tuvimos que vivir de alegorías,

de metáforas sánscritas

y conductas tabúes,

lo nuestro era creer en las cigüeñas triunfantes de todo lo creado,

que la paz era un nido de palomas

y la guerra un faisán con alas fúnebres.

Y he aquí el desencanto:

Hete aquí que hemos visto caer puertas de piedra y levantarse

murallas de hormigón,

que hemos ido inmolándonos en aras de una gloria altruista

y la rutina

sigue siendo la misma, los pijamas no han perdido las rayas,

nos tratan como a idiotas

con el viejo pretexto de salvarnos de vete tú a saber

y todo sigue igual, acomodándonos

a un dios, que sin ser dios, nos amonesta,

nos prohíbe, cuida nuestra salud y nos procura

la conciencia moral de los androides mecánicos,

temerosos al fin a que nos digan

que no hay mañana azul

ni claridades

ni cuentos en que se hable de tierras prometidas.