Me siento en el sofá de mi casa, mirando a la nada. El vacío infinito recorre cada rincón de este lugar. El polvo que se acumula en mi biblioteca es fiel testigo de las horas que paso frente a ti, soledad mía.
El silencio es abrumador. Solo escucho el susurro de las hojas y el golpe de la lluvia. Mi mate siempre está humeante. El polvo y la telaraña, presentes. La cocina, sucia. La heladera, vacía. El televisor, apagado. La música, silenciada. Solo estamos ella y yo, frente a frente.
La soledad me mira con sus ojos soñolientos, y trata de consolarme; pero como una novia tóxica, me atrapa en sus brazos, y no me deja escapar. Ella me convierte en su sombra. No quiere verme brillar al ver otros ojos, ni quiere que sonría al escuchar otras voces. Se recuesta a mi lado, y apoya su cabeza sobre mi hombro, puedo sentir su perfume de espumas marinas, que me transporta a otra escena de mi vida, donde el sol se fundía con el mar, y las estrellas aparecían en el firmamento. No estaba solo. Ella estaba a mi lado, cómo ahora. Pero entonces era diferente. Era mi amiga, mi compañera, mi confidente.
Ahora es mi carcelera, mi verdugo, mi enemiga. Es la musa de mis poemas, y el azote de mis ilusiones.