oscar zalavarria

EL ARBOL

A veces cuando veo cualquier paisaje, mi mente se abstrae con pensamientos sobre los objetos que miro. Imagino, sin ser pintor, los colores que usaría para hacer uno en particular, ya sea el de una hoja verde que recibe mucha luz, los diferentes tonos de una montaña, de un río o un lago, el color del cielo matutino o vespertino, entre otras cosas.
En ocasiones, los paisajes me hacen recordar cosas de mi niñez o adolescencia. Pareciera que están cargados de melancolías, de canciones de amor, de risas y de ecos que viajan con el viento desde tierras y tiempos lejanos. Sentimientos y recuerdos olvidados se hacen vividos en el presente, casi palpables, como los cigarritos de tortilla de maíz con sal que me daba mi abuela mientras esperaba la comida o las casitas de piedra para las hormigas que hacíamos con mis hermanos cuando éramos niños.
La naturaleza puede ser muy elocuente, tanto así que el mismo Señor Jesucristo pronunció sus discursos pidiendo en ocasiones que se observen las aves, el lirio de los campos, los cielos y cualquier cantidad de elementos que nos rodean por doquier para darnos lecciones y mensajes esclarecedores de trascendencia y vigencia eterna. Entendiendo los cuales se puede encontrar la clave de la existencia, aseguran quienes los han descifrado.
No me extrañaría entonces que el Supremo le haya dado potencialmente a cada ser humano ese poder de abstracción. Lo digo porque eso pasa en mí, un ser humano como todos.
Por ejemplo, al observar un árbol, me fijo en su textura. A veces, su corteza se parece a las arrugas de la vejez de un ser humano. Además, noto que el café de su tronco no es uniforme. Tiene, por así decirlo, varios tintes que pueden ser por el moho que crece aferrándose a las partes donde hay más sombra y humedad. Eso le da un tono grisáceo. También, hay cicatrices negras por la pérdida de ramas, golpes y heridas de machetes y hachas, y fibras descubiertas por la quebradura de una rama.
Es así que el árbol se asemeja a un anciano que me cuenta sus historias con los diferentes matices de su vida. Contándome lo duro que pueden ser los inviernos, lo implacable de las termitas y la madreselva, la fuerza del viento, la búsqueda de profundidad para encontrar un suministro más grande y más confiable de agua. Porque hay temporadas en que simplemente no llueve en invierno y el calor intenso seca el suelo y abraza sus hojas con inclemencia. Y sin embargo, sereno, fuerte y decidido, el árbol sigue dando sombra.
Por alguna razón, este árbol tiene un especial agradecimiento al hombre que decidió habitar junto a él en el espacio que ocuparon sus congéneres. Es tanta la alegría que le dio saberse vivo que, aunque quedó solariego en el patio de una casa, decidió regalarle una fresca sombra al hombre y a los suyos. Se convirtió en el confidente del hombre, en el protector de sus hijos, en el albergue vespertino durante el calor. Le rodearon de sillas y los niños inquietos corrieron alrededor de él. Y más de alguna vez, lograron ver nidos de pájaros y en las mañanas pudieron contemplar el milagro de la vida tantas veces en el surgir de una nueva rama.
El árbol regala sombra. Es como un patriarca protector que, al igual que él, ha soportado mucho y se ha fortalecido en las dificultades de la vida. Pudiendo ofrecer consuelo, sustento y consejo a quienes lo circundan.
Esto me hace recordar la visión que tuvo aquel personaje bíblico llamado Nabucodonosor, que por su influencia y grandeza fue comparado en su sueño a un gran árbol cuya copa llegaba hasta el cielo. Permitiendo esto que todas las aves del cielo hicieran sus nidos en sus ramas y toda bestia del campo también se alimentara de él. Esta visión mostraba la gran magnitud y lo benéfico que este se había vuelto.
Puedo comprender entonces que la grandeza de un hombre consiste en su profundidad, es decir, en su espiritualidad. En no conformarse con lo vano, con lo simple, con lo de moda. Sino en lo perdurable, en su paciencia, en su fe. En buscar la paz interna y las loables virtudes. En otorgar amor y perdón aun a quien no lo merezca. Simplemente regalar sombra porque esa es la naturaleza benigna de un hombre/árbol.