Alberto Escobar

José Arcadio

 

 

 

 

Su cuerpo parecía de pólvora,
no de barro.
Llegó a su casa, sin hacer ruido,
abrió la puerta y entró en su cuarto.
Rebe, tal y como lo vio entrar
se metió en el baño —no quería
saber nada.
Nada más cerrarse la puerta
de su habitación sonó un disparo
—cerrada con cerrojo.
Un hilo de sangre, con su pólvora,
salió por debajo hacia la calle.
Bajó las escaleras que dan al patio,
anduvo por andenes disparejos,
bordeó en ángulo recto la casa
de la familia y entró sin hacer ruido.
Respetó los tapices para no mancharlos,
esquivó la caoba de la mesa de centro
y de un juego de sillas recién comprado.
Pasó por debajo de la mesa donde Amaranta
y José Arcadio, su hijo, hacían ejercicios
de matemáticas, hasta que por fin llegó
a la cocina, como era su propósito. 
Úrsula cascaba treinta y seis huevos,
vio como llegaba la sangre y pronunció
hondo un lamento. 
Supo, por su color, que era la de su hijo,
su pálpito era cierto. 
Se dispuso una caja blindada de dos metros
y treinta centímetros de largo contra uno diez
de ancho —tan descomunal era su corpulencia. 
Se necesitaron varios operarios para que el 
féretro pudiera depositarse en su eterno
emplazamiento, y eso que la fosa no se cavó
honda, dada las dimensiones del muerto.
Rebe lloraba sobre el hombro de Úrsula, 
que ya, a sus cien años, saludaba la muerte 
como si fuera una vecina de confianza. 
Intuía que la estaba condenando con vida
a vivir la muerte sucesiva de sus hijos, 
a vivir para verlas —al fin y al cabo esta 
se vive a través de los otros. 
Rebeca, acurrucada en el escaso cuerpo de Úrsula, 
volvió para encerrarse y morir al cabo del tiempo
de inanición y recuerdo. No puso más un pie más allá
del umbral desde ese día. El placer que recibió de él
en su hamaca, en la cocina, y en resumidas cuentas,
en cualquiera de las estancias de la casa —así era
de salvaje el amor que practicaban— y el testimonio
que los vecinos daban de cómo los gritos de placer
eran capaces de despertar a los muertos, pasaban 
por su mente como secuencias de una película de cine.
No se sabe, hoy en día, si la muerte de José Arcadio,
el hermano del coronel Aureliano Buendía, fue fruto
de su propia voluntad o de la voluntad de otro. 
Se dice que pudiera ser de la propia Rebe, aunque 
todos los indicios apuntan al suicidio.