Alberto Escobar

De zorrillas y tenorios

 

Clamé al cielo, y no me oyó,
mas, si sus puertas me cierra,
de mis pasos en la Tierra
responda el cielo, no yo.

 

 

 

 

 


Clamé y clamé, 
llamé vociferante de insistencia.
Su eco no se produjo,
la montaña no era muro suficiente,
la voz que tronante llegaba
se sumía por entre sus comisuras
y no repercutía; el eco—como decía—
era pura vanidad, insolencia, insustancia.
La soledad que ello implicaba
sobrecogía mis ganas, miraba de frente
la tenebrura de un sol que se iba,
renunciante, maldiciente, su espalda
me daba una bienvenida invertida,
y tuve que ingeniármelas in extremis
para no ser pasto de agujero negro. 
Salí del atolladero agarrado a tu recuerdo,
trozo de estopa del que tiré enhiesto
y ayudado de la robustez de mis piernas
di sol y luz a mis ojos, hartos de tiniebla. 
El hades se quedó atrás y con él Eurídice
cual polvo de estrella que se esparce quieta. 
Tañendo para olvidar pasé las horas;
las ovejas y las cabras —antes asiduas—
ignoraban los hermosos acordes de una lira
que lloraba de rabia y de indiferencia. 
No había ser que se me acercara 
en los contornos de la lechosa maleza 
que me envolvía, una Arcadia inédita
inundándose sin abasto de mis lágrimas. 
Pedí meditabundo al tenebroso dios
que viniese raudo en mi busca,
—mi amada no hacía acto de presencia—
y el tiempo corría. Caso omiso.
Tuve que descordar la lira y confeccionar horca
y daga para devanarme las aortas y yugulares, 
los trigéminas y esternones, y hallar muerte
segura, inexorable de dioses y similares. 
Caronte vino a mi busca sin río ni barca,
se postró prosternante sobre mi orilla
y esperó bajamar para recoger mis aguas.
Me acunó en sus brazos y depositóme en manos
del titular de los infiernos, buscóme nicho
y lápida, frase y recuerdo para posteridades
que no interesan a nadie —una vez muerto
y enterrado los homenajes huelgan.
Hallé compañía eterna, blanca y sin mácula— a la postre.