Shalom Aperrigue Lira

Esto no es cuento

No soy buena para escribir cuentos, no obstante, tengo una gran afición por leerlos. Los he leído uno por uno, a Dickens, a Bradbury, a Wilde, a Rulfo, a Márquez, a todos o casi todos.

Mi madre me dijo que más que pasión, era una obsesión y es que así ha sido toda mi vida, llena de obsesiones. Cuando era pequeña me obsesioné con los gatos, a tal punto que llené mi casa con montones de gatos. Los había naranjas, blancos, negros, grises, rayados, los había de todos los tipos, hasta que un día desaparecieron. Los busqué incesantemente, mas nunca los volví a ver de nuevo. Después de ese evento me obsesioné con los chocolates, los comía por docenas, negro, blanco, con maní, con hojuelas, de todos los sabores. Hasta que un día enfermé por tantos chocolates y a causa de ello, se me prohibió comer algún otro. Afligida por el dolor que conllevaba todo lo que amaba, pregunté a mi padre qué cosa no podría hacerme daño y me dijo que el leer jamás traería consigo pena alguna. Sin embargo, ocasionó la mayor pena jamás vivida, modificó mi verbo, trastornó mi mente y elevó mis pensamientos hacia la más dulce de las utopías. 

Se trata de mi mundo feliz y no, no como el de Aldous Huxley. Realmente era feliz, podía andar por los jardines más bellos inundados de frondosos y largos árboles, cada uno provisto de diversos manjares inimaginables al paladar. Además, podía morar en cabañas que de lejos se asemejaban a grandes montañas. Al declinar la tarde podía quedarme de largo y tendido en los pastizales escuchando la sinfonía de las aves y observando los hermosos colores que componían el cielo. Mi momento favorito era cuando el sol se ponía, en ese dulce instante brotaban de las praderas pequeñas liebres de pelaje tan blanco como copos de nieve, conformando así un paisaje digno de preservarse en la memoria. Todo marchaba relativamente bien, los demás seres vivos y yo convivíamos en armonía.

Todo andaba bien, hasta que un día un gigante irrumpió en mi mundo feliz, este tenía los ojos más feroces que uno pudiera imaginar y una voz tan grave que podría estremecer hasta los muertos. Tenía la piel pálida y grisácea, las manos regordetas y grasientas, e inevitablemente uno se percataba de su ausencia de cabellera. Aunque esto no era lo único que le faltaba, este gigante no poseía corazón alguno y no lo digo de forma poética, realmente no contaba con este precioso órgano. Sospecho que ello lo compensaba con tener un estómago enorme, por ende, un hambre voraz. Sus tripas rugían tan fuerte que las montañas le devolvían lo escuchado. 

Al verlo quedé perpleja por semejante espécimen, no pude moverme y esperé que sus feroces ojos me ignoraran. El gigante empezó a saciar su hambre arrebatando a los árboles sus deliciosos frutos, luego arrancó las bellas flores que yacían invariables en las praderas, después de manera muy cruel cercenó a mis inocentes animales, a mis aves, a mis liebres, a mis ciervos, a todo aquel animal que habitaba en mis jardines. Ninguno escapó. Los verdes pastos ahora se encontraban teñidos de escarlata y de mi mundo feliz emanaba un olor a muerte. ¿Por qué he de sufrir contemplando este atroz paisaje? Lo único que esperaba era el fin de este padecimiento. 

El gigante se acercó lentamente con pasos torpes y pesados; no toleré ver su figura corpulenta y repulsiva así que cerré los ojos con fuerza. Sus rugidos retumbaban en mis oídos, en un momento lo sentí tan cerca que hasta lo sentí en los huesos. Después de un largo suplicio esperando a que me arrebatara la vida, oí cómo quebraba algo, pero ese algo no era yo. Abrí los ojos y volteé de inmediato, ¡Mis cabañas! Las destruía poco a poco, parecía buscar algo dentro de ellas. Pronto ya no quedó nada hermoso en mi mundo feliz.

Quedé aturdida por todo lo acontecido, no pude hacer más que desplomarme y echarme a llorar. Al oírme, el gigante corrió violentamente hacia mí, me estremecí y rápidamente limpié mi rostro descompuesto. Me tomó con sus repugnantes manos y bramó: 

¿Cómo es que puedes llorar? Yo lo he intentado todo y no siento nada. 

—¿Puedes enseñarme?  —Suspiró fatigado

Permanecí atónita, pensé que se burlaba de mi sufrimiento. Entonces volvió a hablar:  —Desde que nací no siento nada excepto hambre. He oído sobre eso a que llaman sentimientos, como el amor, dolor, tristeza, alegría…sobre ese calor que sienten al abrazarse y esa dicha que les produce estar en compañía. No puedo dejar de tener hambre, pero por lo menos quiero aprender a sentir como ustedes. Turbada por su voz resonando en mi cráneo de manera indefinible, intenté pensar en cómo podría martirizar a esta horripilante criatura. Por las palabras que antes había mencionado, deduje que lo único que podía sentir era la soledad. Así que al final logré decirle que para enseñarle a sentir, antes tenía que devorarme…y así lo hizo. Entonces, el jardín quedó desolado y el gigante siguió sintiendo mucha hambre.