Von

“DESPUÉS DE QUE LOS VALLES SE ENVUELVAN EN LAS NIEBLAS”

 

 

DEDICATORIA:

 

Para María del Carmen Álvarez

Menéndez

 

Después de que los valles se envuelvan en las nieblas, después de que las olas nos rocen con su espuma, después de que las playas solitarias nos quieran confesar sus soledades y adviertan su destino melancólico, el viento, como siempre, dirá tu nombre hermoso como el eco que ya no puede estar entre nosotros.

Y viendo las quebradas que esconden su hermosura, las playas que guarecen la voz de sus arcanos, sabiendo que las nieblas se irán pronto, pretendo imaginarte, y, en silencio, escucho al aire mismo, si te nombra, te busco con oídos que saben tu palabra en cada cielo, que dictan tu palabra en cada cielo.

Y escribo resignado, pensando en esta ausencia, sabiéndome más frágil, el raro endecasílabo que quiso ser soneto y que no pudo, que pudo relatar lo que la brisa nos dice cuando pasa alegremente, queriendo convocarnos a toda la añoranza que es posible, conscientes de no hallarte en parte alguna.

 

Soneto I

 

No alcanzo a ver el brillo en la mirada

que viste, entre el otoño y sus colores,

el llanto de la helada a los albores,

sabiendo que abandonas la posada.

La llama alcanza, tras la madrugada,

la luz que, en sus callados resplandores,

me hiela con extraños sinsabores,

sabiéndote mansión desangelada.

Despierta dondequiera ese bostezo

que nace con la luz de la mañana,

serena sobre el aire y el vacío.

Y tú te vas, después de este tropiezo,

aurora temerosa a hora temprana

que deja su reflejo sobre el río.

 

Soneto II

 

La luz del sol, pues quiere ser castillo,

contempla en cada prado sus reflejos,

que tienen en la escarcha sus bermejos

espejo que les muestre cada brillo.

La aurora es un pincel, pero sencillo,

capaz de ennegrecer sus oros viejos,

heridos por la muerte en que perplejos

los ven solo los ojos de un chiquillo.

Y quiero ver la luz de tu mirada,

los brillos que desata la hermosura

del pardo del otoño en tus ojuelos.

Y miro la blancura de la helada

y toda la invernada se hace oscura,

al verte de mañana ya en los cielos.

 

Soneto III

 

Partió, con su silencio, a lo lejano,

la llama de tu voz, como ese beso

que cruza los cristales y, travieso,

despierta sin querer el aire vano.

El aire me lo dijo bien temprano:

el alba que alcanzó, sin un exceso,

mansiones elevadas vio el regreso

del alma de aquel ángel soberano.

Y quiso ser capricho aquel enero

que trajo a tu mirar esa desgana,

callada como el aire silencioso.

Y tuvo el ave al fin por posadero

la nube que fraguó con la mañana

el aire del invierno perezoso.

 

 

FINALE:

 

Quizás los pensamientos que escribo en estas páginas, llevados por el aire, te lleven mi recuerdo. Ignoro si hay un dios en las alturas que sepa recogerte de la muerte, forjar ese cristal que fue rompiendo y alzarte como joya. No puede ser que faltes en los cielos poblados por estrellas milenarias…

 

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez