Blanco calostro la luna exuda
sobre el parque azul
donde se citan
maricas y murciélagos
para amarse extrañamente
sobre el lecho nupcial de los relámpagos.
Más acá, al borde del arcén
las sin nombre se contornean
como bailarinas exiliadas del Bolshoi,
en una danza de éxtasis antiguo
que tan solo obedece a los delirios del aire.
Ellas cantan ópera de pezón acrisolado
para naipes sin fortuna,
para náufragos insomnes
que huelen a lluvia y ballestrinque,
para soldados locos
que escupen trincheras y bayonetas
en paredes graffiteadas por el viento,
hombres atrapados
en una baraja sin as de corazones
que buscan labios de hierba verde
y tan sólo reciben besos sin raíces.
Las sin nombre son purpúreas astromelias
que aspiran a gladiolos sin pistilos
y que suben a las nubes
montadas sobre hipodérmicas de espumas violáceas,
que rugen como leonas en celo
cuando las estrellas salen a cazar luciérnagas,
cuando las polillas
buscan el suicidio de las sombras
en carreteras secundarias
donde la esperanza pierde su control.
Las sin nombre nacieron
bajo el lapsus de un sol de yeso,
allá por otros mundos
y fueron moldeadas
como muñecas de nieve rusa
por alfareros ávidos de sangre y barro
en los talleres clandestinos del amor.
Las sin nombre sufren
esguinces en sus tréboles,
luxaciones en sus algas,
epilepsias de olas índicas
cuando el desamor
las retuerce como toallas mugrientas
en los sucios lavabos de los muelles
o cuando los perros,
a su vista, devoran
el espeluznante himen de una gárgola
bajo los puentes helados del poniente;
por eso, ellas
montan sobre caballitos de mar
en las aceras ahogadas en basura
mientras los hombres,
con los ojos oxidados de deseo,
las persiguen en potros de estiércol
para clavarlas en sus alfileres seminales.
Las sin nombre
predican amor de media hora
en el templo tricolor de los semáforos
y revolotean como mariposas efímeras
sobre las flores borrachas de alquitrán.
Ebúrneos claveles crecen en las alcantarillas
de ciudades apátridas
levantadas sobre elefantes de cartón
donde miles de ángeles sin alas
buscan a sus madres bajo las rosas ocultas
que florecen en las agallas de los congrios.
La vida, a veces, puede ser un gatillazo,
un polvo sin amor, de treinta euros,
contractual y notariado
por las penumbras famélicas de un arrabal,
amor sin sueños, real como una garra
que rasga las medias sucias de la aurora
molida a golpes por el humo vasto
de chimeneas y motores,
amor de almohada inhóspita,
cicatrizada como un sparring fracasado.
Las sin nombre saben más de amor
que el propio Cristo
pues ellas son crucificadas cada noche
por la boca con híspidos pintalabios
en el lado fiero de la luna.
A veces, un sol insolvente
las descubre apuñaladas por la escarcha
en un riachuelo de saliva
que la muerte forma
en los baches de una calle ilegítima.
Yo una vez amé a una sin nombre,
parecía la rama herida
de un árbol desnudo por noviembre.
La miré a los ojos
y en su azul hondura
pude ver un cielo violado por los rayos.
La besé hasta su abismo
y pude sentir en una esquina prófuga de su aliento
el largo olvido de su alma sin memoria.
Después de aquel encuentro,
cada vez que fumo en la noche
todavía puedo oír su voz sin abecedario
en las cenizas que poco a poco
van soltando mis cigarros.
Es entonces cuando junto mis manos
y mirando hacia la luna
me pongo a rezar
la triste oración de esta puta soledad.