IVAN DE NERVAL

LAS SIN NOMBRE

 

Blanco calostro la luna exuda

sobre el parque azul

donde se citan

maricas y murciélagos

para amarse extrañamente

sobre el lecho nupcial de los relámpagos.

Más acá, al borde del arcén

las sin nombre se contornean

como bailarinas exiliadas del Bolshoi,

en una danza de éxtasis antiguo

que tan solo obedece a los delirios del aire.

Ellas cantan ópera de pezón acrisolado

para naipes sin fortuna,

para náufragos  insomnes

que huelen a lluvia y ballestrinque,

para soldados locos

que escupen trincheras y bayonetas

en paredes graffiteadas por el viento,

hombres atrapados

en una baraja sin as de corazones

que buscan labios de hierba verde

y tan sólo reciben besos sin raíces.

Las sin nombre son purpúreas astromelias

que aspiran a gladiolos sin pistilos

y que suben a las nubes

montadas sobre hipodérmicas de espumas violáceas,

que rugen como leonas en celo

cuando las estrellas salen a cazar luciérnagas,

cuando las polillas

buscan el suicidio de las sombras

en carreteras secundarias

donde la esperanza pierde su control.

Las sin nombre nacieron

bajo el lapsus de un sol de yeso,

allá por otros mundos

y fueron moldeadas

como muñecas de nieve rusa

por alfareros ávidos de sangre y barro

en los talleres clandestinos del amor.

Las sin nombre sufren

esguinces en sus tréboles,

luxaciones en sus algas,

epilepsias de olas índicas

cuando el desamor

las retuerce como toallas mugrientas

en los sucios lavabos de los muelles

o cuando los perros,

a su vista, devoran

el espeluznante himen de una gárgola

bajo los puentes helados del poniente;

por eso, ellas

montan sobre caballitos de mar

en las aceras ahogadas en basura

mientras los hombres,

con los ojos oxidados de deseo,

las persiguen en potros de estiércol

para clavarlas en sus alfileres seminales.

Las sin nombre

predican amor de media hora

en el templo tricolor de los semáforos

y revolotean como mariposas efímeras

sobre las flores borrachas de alquitrán.

Ebúrneos claveles crecen en las alcantarillas

de ciudades apátridas

levantadas sobre elefantes de cartón

donde miles de ángeles sin alas

buscan a sus madres bajo las rosas ocultas

que florecen en las agallas de los congrios.

La vida, a veces, puede ser un gatillazo,

un polvo sin amor, de treinta euros,

contractual y notariado

por las penumbras famélicas de un arrabal,

amor sin sueños, real como una garra

que rasga las medias sucias de la aurora

molida a golpes por el humo vasto

de chimeneas y motores,

amor de almohada inhóspita,

cicatrizada como un sparring fracasado.

Las sin nombre saben más de amor

que el propio Cristo

pues ellas son crucificadas cada noche

por la boca con híspidos pintalabios

en el lado fiero de la luna.

A veces, un sol insolvente

las descubre apuñaladas por la escarcha

en un riachuelo de saliva

que la muerte forma

en los baches de una calle ilegítima.

Yo una vez amé a una sin nombre,

parecía la rama herida

de un árbol desnudo por noviembre.

La miré a los ojos

y en su azul hondura

pude ver un cielo violado por los rayos.

La besé hasta su abismo

y pude sentir en una esquina prófuga de su aliento

el largo olvido de su alma sin memoria.

Después de aquel encuentro,

cada vez que fumo en la noche

todavía puedo oír su voz sin abecedario

en las cenizas que poco a poco

van soltando mis cigarros.

Es entonces cuando junto mis manos

y mirando hacia la luna

me pongo a rezar

la triste oración de esta puta soledad.