Verano Brisas

LAS PIRÁMIDES

Soñar con las pirámides ocres y rígidas

que yerguen su vetusta anatomía

en medio de las selvas tropicales

o en los áridos desiertos faraónicos,

es cosa non sancta para un marino confeso

cuya vida está ligada a las espumas del mar.

 

No obstante, recortan en la noche

con su cuchillo de roca

las eternas y abstrusas interrogaciones,

ellas, las que cambian por sueños ancestrales

mis mares y querellas interiores,

ocultos bajo montañas dormidas.

Silenciosos testimonios mordidos por la piedra,

desafiantes e inmensos

frente a los estragos del tiempo y de los hombres.

 

Como telón de fondo el cielo purísimo

quebrado por infinitas estrellas que provocan

oníricas estupefacciones y preguntas graves,

humanas, sobrehumanas, inhumanas,

pero nimbadas siempre de inexplicable leyenda.

 

Enigmáticos templos mesoamericanos

entre un mar de colinas y tupida vegetación

donde gentes de las tierras calientes

y extranjeros llegados del altiplano

adoraron a sus dioses.

 

Culturas aprisionadas por la manigua virgen

de sofocante humedad, que plantean aún

sus propuestas audaces sobre el paisaje hostil,

allí, contra las columnatas

donde soldados de Cortés decapitaron el mundo

blandiendo sus espadones sobre innúmeras cabezas,

firmes y esbeltas como campos de maíz.

 

Pirámide o zigurat, ¿qué importa eso?

Son esplendores perdidos

de la imponente metrópoli de Teotihuacan,

ya medio desplomados

como aquéllos del sacro Egipto y la obscena Babilonia,

donde durmieran tranquilos el buey Apis y Marduc.

 

Desde sus cimas, igual que pedestales benévolos,

permitieron a los dioses descender hasta sus fieles

para colmarlos, como siempre,

con exiguos dones y desmedidas desgracias;

panteones rebosantes de divinidades que exigían

un culto particular en cada una de las ciudades,

desde la antigua Sumer

hasta el incaico Machu Picchu,

oficiado en secreto por magos y pitonisas

miembros del abominable colegio de las idolatrías.

 

De corazón me fasciné con sus inmensas moles

como Almamún, califa de Bagdad,

que halló la estatua dorada recubierta de diamantes

más hermosa que los cuentos de Las mil y una noches.

 

He visto en sueños la masa indestructible

poseída de poderes y atributos sobrenaturales

sirviendo de sepulcro a los herederos del Sol,

pues sus cámaras mortuorias, por siglos y milenios,

han guardado intacto el cuerpo de los reyes

bajo sarcófagos tallados en las lejanas canteras.

 

¡Qué bellas y resecas momias he soñado!

 

Casi todas con narigueras o máscaras de oro,

gruesos collares, literas de gala, suntuoso mobiliario,

armas y abundantes provisiones dentro de sus tumbas,

sin faltar, ad hoc, las plañideras

que tornan más doliente el servicio funerario.

 

He visto eso y mucho más.

Cubiertas por enormes losas,

bellas embarcaciones que lucen casco de teca

sobre la superficie de lagos subterráneos;

en cubierta, los mudos comensales de la realeza

disfrutando con el muerto los últimos manjares.

 

Qué lejos y cerca estoy del barco solar

con mis sueños difuminados

por el viaje piadoso de una imaginación tardía.

Despierto me defiende del caos

y la locura brillante del poema,

las torres ziguráticas en la llanura imberbe,

la selva tórrida de América,

el inasible mar de China

o el quemante desierto donde duermen

su siesta endemoniada las pirámides.