Cojo, solo, vaga con sed, con hambre,
un galgo no muy viejo,
no muy limpio y tristón,
que lleva por piel su duro esqueleto;
un galgo literario,
aquél tan quijotesco,
lebrel que ya no corre
ni sabe de su dueño;
hociquea en la mano del extraño
agotado y sin miedos,
cabeza gacha, ojos...
que ya sólo saben mirar al suelo;
está ante mí, se acerca,
¡Hay que tener corazón para verlo!
Aún tiene su porte
sostenido por sus cuartos traseros,
orejas rectas, alto,
de duro y blanco pelo;
sin embargo, el galgo parece un chucho,
vulgar y callejero,
mascando mendrugos de duro pan;
¡Ay, Galgo! ¿Qué te han hecho
si hay que buscar tu raza
por costillas y huesos?
Dime en dónde estuviste
¡Dónde te hicieron esto!
¿Fue detrás de la verja,
por ese camino que lleva adentro?
Allá no pudo ser,
a los hombres, allí los vuelven perros...
¿O también te quitaron lo que fuiste
sin pensar lo que hacían, compañero,
sin pensar lo que eras tú,
si hombre, animal o leño?
Y, luego, te aflojaron la correa,
hasta el día en que te dejaron suelto;
¡Huye ya! No te quedes,
nada nos pertenece, nada hay nuestro
en el lugar aquél
donde entraste Galgo, y saliste lento,
despacito en tu trote
como el más triste de todos los perros.