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Asedio (notas del llanto de Cupido VII)


Padecí los oídos amurallados
que cero escuchan
y los ojos cercanos
que aunque miren se postran
frente a la ingratitud que nada ve.
Me reconocí asentado sobre la ausencia voraz;
cuándo ésta abre sus fauces y engulle
intempestivamente, un día tras otro,
y un mes
y un año
y un amanecer, y...
lo mejor aportado por los sentidos
-cuándo éstos rechazan a cualquiera de las muertes,
al reunirse con cada una de las chispas y detalles
que conversan con la vida-.

Mi (Tú) Tristeza: Estar apalancado
en una plaza rebosante de vida,
sumido por completo en la inapetencia;
como un zombi, desmotivado e inerme,
que devorando su alma apresada
pierde el instinto y la esencia
y extravía hasta cuales fueran
sus posibles ansias o motivos.
O, como un fantasma desubicado
que olvidó la magia por la que era
al observar que su sábana estaba roída;
y encerrado en las mazmorras de su propio palacio
converge con la desgana
y pierde el encanto ¡llora que llora!,
porque poco que nada asusta.

Fui poseído por un escalón
de dureza inquebrantable,
presumí de la desdicha
Habité (y habitaré -aunque no quisiera-)
dentro de una escalinata repleta
de otros muchos escalones,
anclados e inmutables,
ya perdidos.

Aquí quede constancia
de que conocí la locura provocada
por un corazón encabritado,
no la que concierta manicomio
y resulta estipulada por ciencia alguna.
Sí; como fruto terrenal,
por la inmadurez de mis emociones.
La que, sujetada por las circunstancias,
vuelca incomprensión
y está fuera del temple cierto
y de todo tipo de paciencia.
Sí,
la que delata mi infancia
y denotando tiempo de novicio,
aporta el rol del desconcierto
y adopta la faz de laberinto.

318-omu G.S. (bcn. 2015)