Alberto Moll

Vejez

 

Estas manos que hoy tiemblan arrugadas

y que un día creíste

destinadas a modelar el mundo,

estas manos nudosas y manchadas,

heridas por mil golpes fortuitos,

antaño se lanzaban

‒de juventud ardidas‒

a explorar y pulsar impetuosas

las infinitas cuerdas 

del arpa de la vida.

 

Estas piernas endebles e inseguras

que ya apenas sostienen

un cuerpo que es ruina decadente,

allá en lejanos tiempos ya olvidados

se sentían capaces

de ascender los peñones más abruptos,

y de alcanzar los orbes más lejanos:

universos de ensueño

en mundos legendarios

de vivas realidades trascendidas.

 

Estos ojos con sombras taciturnas,

estos ojos de ocaso macilento

y errabunda mirada,

relumbraron ardientes

en instantes de luces y esplendores

que la diosa Fortuna

concedió avaramente

en una juventud de fuego y garra,

tan lejana en el tiempo.

 

Este desafinado corazón

que, insatisfecho, lánguido y cansado,

más de una vez ansió

en abisales fosas

dolido naufragar,

también tuvo sus horas

-pasajeras, fugaces, huidizas-

de eclosiones florales refulgentes

y éxtasis de corales armonías.

 

Pero plúmbea penumbra es hoy ya todo.

Desolado horizonte

de sombríos presentes

y un neblinoso ayer que se evapora.

Yermo sendero de cenizas grises

es la amarga vejez,

pues, aun rodeado de apreciados seres,

solo se siente el viejo allá en su fondo...

Solo y por mil dolores asaeteado,

recorriendo, abatido,

esos últimos trechos mortecinos

de una vida que es llama que se extingue.