Antonio Fernández López

LA MÁSCARA.-

 

 

 

     He fijado residencia con casa y con enseres

frente a la misma puerta de la máscara,

de cuya argucia he vivido prisionero,

decidido a no mover mis posiciones

hasta romper su aislamiento impenetrable.

 

     Una guerra de luz para librar a cuerpo

con un sólo objetivo: amanecer, sin más remedio,

lograr que se ilumine su pérfida mentira,

su densidad hermética, su rostro congelado,

su mueca de cartón bruñida por el tiempo.

 

     Su vacía mirada ha enturbiado mis ojos,

he bailado con ella mis sueños milenarios,

he perdido mi cuerpo, envuelto en sus ropajes,

hasta alcanzar en la cumbre del delirio,

su propia identidad, confuso, enajenado.

 

     Ahora sé que la máscara está enfrente,

que soy yo el que la mira desde fuera,

que su fuerza es mi angustia, que puedo andar sin ella,

que debo defenderme y que este es el momento.

 

     Necesito penetrar en sus arrugas,

conocer lo que guarda en cada pliegue,

que mi cuerpo, a su lado, no sienta los grilletes,

que la vida, mi vida,

pueda, al fin, traspasar su envergadura

y proyectar, sin miedo, el horizonte.

 

     Ha llegado a su límite conmigo. Fantasma,

alma en pena de viento, sin entrañas, misterio.

De pronto me despierto y veo claro.

La máscara era yo, que estaba ausente,

sus manos eran mías y cadenas,

su aliento mi valor y, al mismo tiempo, falso.

 

     ¿Qué ha pasado?. ¿Dónde estoy?. ¡No sé si llego tarde!.