Andrés Trapiello

Andrés Trapiello es un escritor español nacido en Manzaneda de Torío, León, en 1953. En 1993 fue galardonado con el Premio de la Crítica y diez años después con el Premio Nadal, posiblemente uno de los más importantes de España, luego del Cervantes. Gran parte de su trabajo es poético y gracias a él ha conseguido trascender las fronteras de su país, convirtiéndose en un importante autor en otros países. Cabe señalar que la crítica lo ha considerado como el autor español más imprescindible de esta época y que colabora asiduamente con los periódicos La Vanguardia y El País.
Su poesía tiene la particularidad de ser sencilla y de evocar emociones profundas; parece ubicarnos en el límite entre la ciudad y el campo, entre la muerte y la vida, entre la razón y la locura... Entre sus obras más importantes se encuentran "Junto al agua", "El mismo libro", "Rama desnuda", "El volador de cometas". Además es un autor que ha cultivado el género diarístico y se han publicado varios tomos de sus diarios, la mayoría de ellos en manos de la editorial Pre-Textos.
En nuestra web podrás disfrutar de varios de sus poemas, entre los que se encuentran "La casa de la vida", " Reencuentro con el otoño" y " Una ventana al mundo".

Poemas de Andrés Trapiello

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Andrés Trapiello:

La vida facil


Qué fácil es vagar los días grises,
creer que nuestra vida
rebosa de la vida de otros.
Incluso suponer que nosotros seremos
el alto mundo lleno
que vivirán mañana los que vengan.
A tal extremo incita un buque, un árbol,
Alguien que oigamos al piano
a esas perspectivas de un paseo
con gentes que también van suponiendo.
El cielo anubarrado y negro
o los gorriones
saltando entre los coches
saben que vamos
y no nos desengañan.

Adoro las ciudades


Adoro las ciudades que son viejas
ciudades de provincia
y los puentes de piedra y los de hierro
y los puentes en ruinas,
viejos puentes de piedras solitarios
invadidos de ortigas.

Pero también me cansan esas viejas
ciudades de provincia
y todo lo que un puente sobre un río
oscuro simboliza.

Ripios para un amigo y tres viejos maestros



Es de noche hace rato y ha llovido
en un Madrid dormido y otoñal.
En cada gota del cristal
se refleja mi lámpara y me reflejo yo,
y un rincón de este cuarto y del buró
que fue de Valentín,
y este muerto papel en el que escribo
se refleja también como un recibo
donde llevo las cuentas de mi soleen.
El cielo de mi calle iluminado y rosa
también abre un lugar de este reflejo,
parecido a la boca de una fosa
que besara la muerte en un espejo.
Son ya las nueve, y llueve.
Que nadie te sorprenda preocupado
por saber si esta lluvia es muy distinta
de la que vio Unamuno una vez en Bilbao,
negra como la tinta
o aquella que hace un siglo a Pimentel en Lugo
tanto al hombre le plugo,
o la suya, que vio en París Verlaine,
del color de los charcos
o de los tristes barcos
o cual adiós que nos arranca un tren.
Tampoco te preocupe saber si este poema
antes que aquí se ha escrito.
No es esa la cuestión ni es el problema.
No quieras ser maldito.
Busca, por el contrario,
las fuentes de Unamuno, Verlaine y Pimentel.
Busca en ellos la hiel. Busca su miel.
Que la lluvia de entonces
llora ahora en sus tumbas.
Es dulce y es amarga
y eternamente interminable y larga.
Es la lluvia de siempre. La actual.
Que en lo tocante a lluvias
es un absurdo ser original.

Es esto


Es esto
la temible muerte.
Ha llegado el final
y no tienes la respuesta.
El vaso de cristal,
la flor sobre la mesa
el dolor de partir
sin que tu corazón conozca
una sola razón
de estas tres cosas
sencillas.

Mil novecientos cincuenta y nueve


1959



Enfrente de la plaza de frondosos castaños
hubo un día un hospicio. El caserón tenía
el muro de las cárceles y la melancolía
de los buques fantasmas, misteriosos y extraños.

Yo era muy niño entonces. Mi madre me llevaba
las tardes de domingo de visita a la abuela
y al capellán, mi tío. Se bebía mistela
en diminutas copas y de todo se hablaba.

Era un lugar siniestro donde olía a pobreza,
a tabaco, a sotana, pero entraba un sol suave,
dulce y desanimado que abría con su llave
las prodigiosas cuevas de aquella fortaleza.

Por entonces no había ya ningún hospiciano.
Vivían los dos solos entre orfanales ecos
de sombras y silencio y de sus pasos huecos
brotaba el rumor muerto de un armónium lejano.

Aunque me daban miedo, y cuánto, los pasillos
anchísimos y largos, el negro refectorio
o la escalera, el mísero y glacial dormitorio
con altos ventanales de polvorientos brillos,

aunque temblaba , digo, me pasaba la tarde
encerrado en mi cuarto preferido, una sala
que daba a un patio oscuro cuya única gala
era esa luz felina, agrisada y cobarde.

Aquélla era la sala en la Diputación
guardaba tras las fiestas gigantes, cabezudos...
Yo admiraba sus caras hechas de sueños mudos,
de cólera y de risas, de trampa y de cartón.

¡Con cuánta lentitud el tiempo se frenaba!
La Tarasca caída llena de palitroques,
arlequines, bufones, falsos mozos de estoques...
Todo cuanto pasó y entonces no llegaba.

Al regresar a casa siempre había llovido
y en el jardín de enfrente cogían caracoles
unos hombres terribles, prendían los faroles
y los últimos pájaros retornaban al nido.

Cuando murió mi abuela, me vistieron de luto
y tuve que besarla. Estaba amortajada
con sayal terciario y el frío de la nada
selló también mis labios de nada y de absoluto.

Enfrente de la plaza y del viejo convento
hubo un día un hospicio. Es todo cuanto pueda
tener o recordar, la gastada moneda,
las máscaras, el miedo, los despojos del viento.

Nada


Te imagino, lector, dentro de muchos años
leyendo estas palabras. En tu mesa
una luz de bujía y una rosa
anunciarán el sueño, un cuerpo, nada.
Es inútil que busques. En la ceniza hay brasas
que podrías tener entre las manos
sin quemarte. En tu pulso,
avisos, aprensiones, también nada.
Debes saber que entonces, quiero decir, ahora,
volvían cada año los vencejos
y este viejo Madrid era ya viejo
con sus ciegas veletas y sus jardines muertos.
¿Qué buscas, pues, aquí? ¿Algo distinto?
¿Una forma tan sólo? ¿Esa nueva manera
de traer el ingenio, rimas, nada?
¿Buscas tal vez aliento,
saber que ha de morir contigo el mundo,
el hálito más puro de la vida,
el cantar de los pájaros
y los ríos de susurrar oscuro?
Yo mismo cuántas noches
fui devanando el tiempo
y cuántas, como tú, miré a los ojos
de esa hermosa figura cuyo nombre variaba,
primero amor, luego silencio, nada.
Te imagino, lector, dentro de muchos años.
Sigues aquí conmigo
sin que sepas tú mismo
que aquello que aquí buscas
es tu propio dolor, este Madrid,
el volar de un vencejo,
un tiempo igual al tuyo,
el bálsamo en el alma
de un aire limpio y puro.
Que buscas un misterio, vida, nada.

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